sábado, 10 de marzo de 2012

Un inspiración esforzada


«El talento sin genio es poca cosa; 
el genio sin talento no es nada» 
(Paul Valéry)

En la vida como en el arte, la inspiración existe. Todas las personas han experimentado alguna vez esos momentos afortunados en que las ideas cobran vida y se abren paso para encontrar la solución a un problema, o conducen a una ocurrencia feliz, o lucen con el fulgor de una frase ingeniosa, sin que se sepa el porqué de esos destellos. En el lado opuesto están los otros días en que «uno descorre el visillo y lanza una mirada ávida sobre el mundo, pero no recibe de él más que el caos y la confusión» (Julio Ramón Ribeyro), los días espesos en que la mente se muestra como una esponja seca, encallada en la rutina, reacia a descubrir y a crear nada original. ¿Hay algún método para escapar de la torpeza y alcanzar el estado de gracia que nos vuelve lúcidos? Desde las teorías clásicas sobre de la creación hasta los modernos estudios acerca del papel de la intuición en la toma de decisiones, ha sido una búsqueda constante. El artista ansía ser visitado por las musas y el estudiante aspira a concentrarse en una materia de estudio que penetre ágilmente en su entendimiento y se grabe en su memoria. Pero suele pasar que, en la medida que crece la ansiedad de la expectativa, el aturdimiento aumenta. Nada hay más desesperante para el creador o el que aspira a serlo que ver cómo los pensamientos más brillantes sobrevienen al volante del coche y en cambio uno puede pasar horas y horas ante la mesa de trabajo sin avanzar un solo paso. Es desolador salir derrotados de una discusión en la que nos abandonaban los argumentos, pero más penoso todavía es que esos argumentos acudan a visitarnos en tropel cuando ya no podemos hacer otra cosa que rumiar nuestra derrota.

Es la imprevisibilidad de la inspiración, su carácter huidizo y caprichoso, lo que explica que siempre se la haya rodeado de cierto halo de misterio. Si en el pasado fue vinculada con orígenes más o menos sobrenaturales —desde el 'quid divinum' y el soplo de las musas en el paganismo hasta el Paráclito del Cristianismo—, en el presente son las ciencias del cerebro, tampoco exentas de fantasías hiperbólicas pese a su indiscutible solvencia, las que apuntan a la clave del fenómeno. Lo que llamamos inspiración, vienen a decirnos, no es sino la labor de ciertos mecanismos cerebrales que procesan la información al margen de nuestro control. Las ideas no vienen de fuera: están almacenadas en la mente pero afloran cuando menos se espera. Lo más que puede hacer el individuo es buscar las condiciones que favorezcan lo más posible esa epifanía. De ahí la tantas veces evocada recomendación de Pablo Picasso: «Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando».

No hay conjuro más eficaz contra la sequía de ideas que la constancia, la disciplina, el tesón y el hábito. Lo que ocurre es que a menudo esta disposición se confunde con la espera pasiva y pasmada, en vez de considerarla una estrategia de creatividad vigilante. Empezando por observar con curiosidad —el «saper vedere» de Leonardo da Vinci—, reflexionando con  atención y apertura de mente, no cediendo a la tentación del abandono o de la evasión procrastinadora: es así como se prepara el terreno para que emerja el hallazgo creativo. El error consiste en pretender ser artista antes que artesano, fijar la atención en el resultado y no en el proceso, pretender el fogonazo del éxito deslumbrante sin haberse ocupado antes de enchufar los cables.

Puede que en algunas de sus manifestaciones la inspiración esté del lado de los dionisíacos, pero casi siempre acaba prefiriendo al apolíneo. «Yo no la concibo como un estado de gracia no como un soplo divino —proclama García Márquez a propósito de su oficio de escritor—, sino como una reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio». En efecto, la mayoría de los «eurekas» de la historia se han pronunciado después de largos años de «tenacidad y dominio», por más que nuestra tendencia a la mixtificación se obstine en sobrevalorar los hallazgos accidentales de tipos más o menos genialoides.

Entender la inspiración como la explosión instantánea de un talento fugaz más que como la consecuencia de un empeño prologado lleva a conclusiones siempre equivocadas. Lo recordaba Jules Renard en su 'Diario' al hablar de los requisitos del escritor: «En literatura, solo existen los bueyes. Los genios son los  más gordos, los que penan dieciocho horas al día de forma infatigable. La gloria es un esfuerzo constante». Y lo sabe el cerebro, tan propenso a tendernos celadas pero en este punto siempre dispuesto a recompensar al corredor de fondo: pues la inspiración, a fin de cuentas, no viene a ser otra cosa que el destilado de los materiales previamente depositados en la memoria, que nuestro cerebro se ocupa de procesar, seleccionar, relacionar y convertir finalmente en acertada revelación. Para la cabeza no hay 
serendipias que valgan.


Publicado en El Correo el 4 de marzo de 2012

jueves, 8 de marzo de 2012

Un cómico


Acabo de oír por la radio a un prohombre haciéndose el gracioso ante la prensa justamente el día en que nos informan de un nuevo agujero en las cifras del desempleo. No es un cualquiera, el humorista. Manda, y bastante, en los asuntos del dinero público. Antes una situación así me hubiera parecido cínica, indecorosa, intolerable. Ahora estamos tan hechos al disparate y la paradoja que en cierto modo llego a comprenderlo. Es viernes, llega el finde, hace solecito, florecen los almendros, en fin: arriba los corazones. En lo que llevamos de catástrofe todos hemos entonado en más de una ocasión el canto al estilo de pensamiento optimista, aquello de al mal tiempo buena cara, a la necesidad de encontrar el lado positivo de las cosas y aprovechar lo que la crisis tiene de oportunidad. Aunque sean tópicos más bien vacíos, tienen algo de mecanismos mentales de defensa ante la adversidad sin los cuales solo conseguiríamos añadir abatimiento a la derrota. Esta función también la pueden cumplir el humor y la risa, siempre y cuando uno acierte en las dosis. Decía Juan Benet que cualquiera que sea el estado del alma en que se vive, el hombre debe ser capaz de desplegar su humor, haciéndolo navegar por la superficie de sus sentimientos aunque sus profundidades se tiñan con el anuncio de la tormenta. Es cierto. Sin embargo, hay un tipo de humorismo que camina en la cuerda floja entre lo macabro y lo insolente, un humor negro que solo se lo pueden permitir quienes, teniendo el riñón bien cubierto, contemplan las desgracias a su alrededor como si fueran simples vaivenes de la fortuna y sueltan el chiste como quien hace una cabriola en el aire para entretener al público. Acostumbrados a estar en el uso de la palabra y a modelar la realidad con las palabras que más les convienen, se echan a reír a mandíbula batiente sin tener en cuenta de que hay risas como cuchillos. Tal vez sea solamente una cuestión de matices, de sensibilidad, de tacto. O de que, ya lo he dicho otras veces, nos estamos volviendo demasiado susceptibles. Quién sabe.

Publicado en Diario de Navarra el 3 de marzo de 2012

miércoles, 7 de marzo de 2012

El luto y la protesta



Hay más días que longanizas, pero los sindicatos han escogido el 11 de marzo para convocar manifestaciones en toda España. Precisamente el 11M, una de las fechas intocables del calendario. Es cierto que se pueden hacer dos cosas al mismo tiempo, y que el rechazo público de la reforma laboral no es incompatible con el recuerdo público o privado de la matanza de 2004. Sin embargo nada obliga a hacer un domingo lo que se puede programar para la víspera o el lunes siguiente, y más si la convocatoria pretende ser el ensayo de una posible huelga general entrevista para el 29, que cae en jueves. Los ensayos hay que hacerlos en las mismas condiciones de laboratorio que el estreno, así que no tiene mucho sentido simular en un día festivo una función que luego va a ser representada en día laborable. A no ser que exhibiendo músculo en una mañana preprimaveral y ociosa se intente elevar la moral de la tropa y ganar posiciones de cara a una improbable negociación con el Gobierno.     


Las sociedades necesitan fechas sagradas que conmemorar. Y las sociedades lastimadas por la violencia terrorista tal vez más que otras. Uno tiene siempre a  la vista un calendario donde figuran resaltados todos los días del año en que ETA cometió asesinatos, porque está convencido de que ahí se encuentra el único relato posible de ese pasado que otros pretenden maquillar a base de trampas en las palabras y en la memoria. Imagina que cada huérfano, cada familia, cada barrio o pueblo gestionará esa herida de la manera que mejor le parezca y seguramente habrá buscado la fórmula de duelo que le permita ir tirando en la vida con sus alegrías y sus pesares sin por ello dejar de honrar a su ser querido. Pero es seguro que en ese día ninguno celebrará una boda ni firmará unas escrituras ni tomará una decisión memorable para evitar que en lo sucesivo una efeméride eclipse a la otra. Todas las precauciones son pocas para impedir la labor de zapa del olvido, esa fiera ávida de coartadas con las que conquistar terreno.

El 11M agrupa en lo colectivo todo el empeño de recuerdo que otras fechas imponen en lo particular. Su valor simbólico no se queda en la simple conmemoración sino que requiere cierta liturgia del luto que evoque lo que nunca ha de volver a pasar y afirme la posición moral de la comunidad frente a la barbarie. Si CCOO y UGT, tan silenciosos frente al paro por demasiado tiempo, buscan reconciliarse con el sentir general de una sociedad empobrecida, quizá debieran empezar respetando ciertos sentimientos. La memoria de las víctimas exige silencio y compromiso; el estado de cosas en la economía y el empleo requiere imaginación, esfuerzo y crítica. O luto o queja: no conviene mezclar discursos y mucho menos usar uno de ellos como trampolín para avivar el otro. Tal vez sea exagerado decir que por convocar manifestaciones el 11M se está profanando la memoria de las víctimas, pero tampoco en esta lucha por hacerse con la calle vale todo.


Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 2 de marzo de 2012

martes, 6 de marzo de 2012

La atracción de las conjuras


«La lógica es el último refugio 
de la gente sin imaginación» 
(Oscar Wilde)

Piensa mal y acertarás. Ante los embates de la adversidad se yergue un estilo de resistencia que consiste en atribuir la causa del mal a un poder siniestro y oculto, o a una enmarañada red de intereses conjurados para hacernos daño. Humillados por un lado, pero distinguidos por otro, asumimos entonces el estatuto de la víctima en cuyas carnes se ha cebado la saña del poderoso. Qué mayor dignidad que la que se alcanza sufriendo las épicas consecuencias de un complot y no las prosaicas miserias del azar cotidiano. El pensamiento conspiranoico se sustenta en buena medida en esta necesidad de convertir los accidentes pasajeros y aislados en secuencias de un drama articulado, de percibir el indicio de algo superior allá donde a los ojos de los demás no hay sino hechos que se agotan en sí mismos. ¿Acaso la inteligencia no consiste en trascender de las anécdotas para elevarse las categorías?

Ya que no podemos librarnos de nuestras limitaciones, busquémosles al menos a una causa que las redima de la vulgaridad. En la medida que crecen las dimensiones de nuestro enemigo imaginario disminuye el tamaño de nuestra culpa. Donde hay complots desaparecen las responsabilidades. Y al mismo tiempo se simplifican los problemas, como bien entendió Goebbels al incluir entre sus principios de la propaganda el del «enemigo único»: el que consiste en atribuir todos los males a una fuerza diabólica, real o imaginaria. Eso dispensa del trabajo de análisis al tiempo que alimenta la carga emocional de la respuesta, su poder de autosugestión, lo airado de su registro.

La mecánica de lo conspiranoico actúa por igual en el caso Garzón y en la trama del 11-M, en las intrigas de sociedades secretas narrada en los 'longsellers' y en las cómicas versiones negacionistas de la llegada del hombre a la Luna: siempre hay combustible para hacer arder las mentes propensas al incendio. El hecho de que determinados relatos inverosímiles triunfen por encima de las evidencias que los desmienten tiene que ver casi con el magnetismo novelesco de las conspiraciones, mucho más entretenidas que la pura y simple realidad. A la fría lógica del principio de parsimonia («de entre dos teorías, la simple tiende a ser más probable que la compleja») se le opone la irresistible fascinación de las conjuras. Poco efecto logra la navaja de Occam si enfrente se le coloca la golosina de la ficción rocambolesca. Bien es cierto que lo conspiranoico también simplifica puesto que, por enmarañadas que parezcan sus interpretaciones de los hechos y sus causas, siempre convergen en un solo vértice.

No es preciso remitirse a asuntos de alta política. En la vida cotidiana hay personas más predispuestas que otras a creer que los demás actúan en contra de ellas y que lo hacen de forma orquestada. La inseguridad personal da lugar a caracteres recelosos, y más si se alía con el recuerdo de experiencias negativas de la infancia. Es muy probable que alguien que de niño se atormentó pensando que sus hermanos la habían tomado con él, que sus padres le hacían el vacío o que los compañeros de escuela le tenían manía, conserve de adulto la propensión a interpretar los fenómenos en clave conspirativa. Y, con ella, un mecanismo de defensa que reviste el delirio de lucidez hasta hacer creer que solo es inteligente el que descubre las segundas intenciones ocultas bajo la superficie de las cosas. Hay que estar en vigilancia permanente para encontrar explicación a los hechos casuales. La diferencia entre los ingenuos confiados y los perspicaces advertidos es que, donde unos ven la mano de un gamberro que ha rasgado la pintura del coche, otros reconocen la maniobra del vecindario que les quiere hacer la vida imposible a base de atentar contra sus propiedades. Cuanto más alto apuntemos en nuestra versión de los hechos, mayor grado de inteligencia se nos habrá de suponer.

No hace falta remontarse a la gran literatura de los complots y de las tramas secretas, tan valiosas en su mensaje alegórico como invalidadas para retratar la complejidad de las nuevas sociedades. Pero cualquiera que haya leído 1984 de Orwell o Un mundo feliz de Huxley comprenderá lo tentador que resulta sentirse una pieza sometida a la voluntad del 'Big Brother' de turno, sea el que mueve los hilos de los mercados planetarios, sea el que manda en el urbanismo de su ciudad. La gran baza de las explicaciones basadas en la conjura es que son infinitamente más coherentes que esa sucesión de azares y malentendidos que llamamos realidad. En el complot todas las piezas encajan a la perfección. Cuando soplan vientos de incertidumbre y las nubes se ciernen en el horizonte como un mal presagio, nada tiene de extraño que vuelvan a surgir relatos de conspiraciones que toman el testigo de las antiguas tramas templarias, judeo-masónicas o de los Sabios de Sión, tanto da. A falta de otras certezas, el ingenio humano se refugia en una de sus flaquezas preferidas: la del miedo convertido en fábula delirante sobre poderes en la sombra.

Publicado en El Correo el 26 de febrero de 2012