martes, 6 de marzo de 2012

La atracción de las conjuras


«La lógica es el último refugio 
de la gente sin imaginación» 
(Oscar Wilde)

Piensa mal y acertarás. Ante los embates de la adversidad se yergue un estilo de resistencia que consiste en atribuir la causa del mal a un poder siniestro y oculto, o a una enmarañada red de intereses conjurados para hacernos daño. Humillados por un lado, pero distinguidos por otro, asumimos entonces el estatuto de la víctima en cuyas carnes se ha cebado la saña del poderoso. Qué mayor dignidad que la que se alcanza sufriendo las épicas consecuencias de un complot y no las prosaicas miserias del azar cotidiano. El pensamiento conspiranoico se sustenta en buena medida en esta necesidad de convertir los accidentes pasajeros y aislados en secuencias de un drama articulado, de percibir el indicio de algo superior allá donde a los ojos de los demás no hay sino hechos que se agotan en sí mismos. ¿Acaso la inteligencia no consiste en trascender de las anécdotas para elevarse las categorías?

Ya que no podemos librarnos de nuestras limitaciones, busquémosles al menos a una causa que las redima de la vulgaridad. En la medida que crecen las dimensiones de nuestro enemigo imaginario disminuye el tamaño de nuestra culpa. Donde hay complots desaparecen las responsabilidades. Y al mismo tiempo se simplifican los problemas, como bien entendió Goebbels al incluir entre sus principios de la propaganda el del «enemigo único»: el que consiste en atribuir todos los males a una fuerza diabólica, real o imaginaria. Eso dispensa del trabajo de análisis al tiempo que alimenta la carga emocional de la respuesta, su poder de autosugestión, lo airado de su registro.

La mecánica de lo conspiranoico actúa por igual en el caso Garzón y en la trama del 11-M, en las intrigas de sociedades secretas narrada en los 'longsellers' y en las cómicas versiones negacionistas de la llegada del hombre a la Luna: siempre hay combustible para hacer arder las mentes propensas al incendio. El hecho de que determinados relatos inverosímiles triunfen por encima de las evidencias que los desmienten tiene que ver casi con el magnetismo novelesco de las conspiraciones, mucho más entretenidas que la pura y simple realidad. A la fría lógica del principio de parsimonia («de entre dos teorías, la simple tiende a ser más probable que la compleja») se le opone la irresistible fascinación de las conjuras. Poco efecto logra la navaja de Occam si enfrente se le coloca la golosina de la ficción rocambolesca. Bien es cierto que lo conspiranoico también simplifica puesto que, por enmarañadas que parezcan sus interpretaciones de los hechos y sus causas, siempre convergen en un solo vértice.

No es preciso remitirse a asuntos de alta política. En la vida cotidiana hay personas más predispuestas que otras a creer que los demás actúan en contra de ellas y que lo hacen de forma orquestada. La inseguridad personal da lugar a caracteres recelosos, y más si se alía con el recuerdo de experiencias negativas de la infancia. Es muy probable que alguien que de niño se atormentó pensando que sus hermanos la habían tomado con él, que sus padres le hacían el vacío o que los compañeros de escuela le tenían manía, conserve de adulto la propensión a interpretar los fenómenos en clave conspirativa. Y, con ella, un mecanismo de defensa que reviste el delirio de lucidez hasta hacer creer que solo es inteligente el que descubre las segundas intenciones ocultas bajo la superficie de las cosas. Hay que estar en vigilancia permanente para encontrar explicación a los hechos casuales. La diferencia entre los ingenuos confiados y los perspicaces advertidos es que, donde unos ven la mano de un gamberro que ha rasgado la pintura del coche, otros reconocen la maniobra del vecindario que les quiere hacer la vida imposible a base de atentar contra sus propiedades. Cuanto más alto apuntemos en nuestra versión de los hechos, mayor grado de inteligencia se nos habrá de suponer.

No hace falta remontarse a la gran literatura de los complots y de las tramas secretas, tan valiosas en su mensaje alegórico como invalidadas para retratar la complejidad de las nuevas sociedades. Pero cualquiera que haya leído 1984 de Orwell o Un mundo feliz de Huxley comprenderá lo tentador que resulta sentirse una pieza sometida a la voluntad del 'Big Brother' de turno, sea el que mueve los hilos de los mercados planetarios, sea el que manda en el urbanismo de su ciudad. La gran baza de las explicaciones basadas en la conjura es que son infinitamente más coherentes que esa sucesión de azares y malentendidos que llamamos realidad. En el complot todas las piezas encajan a la perfección. Cuando soplan vientos de incertidumbre y las nubes se ciernen en el horizonte como un mal presagio, nada tiene de extraño que vuelvan a surgir relatos de conspiraciones que toman el testigo de las antiguas tramas templarias, judeo-masónicas o de los Sabios de Sión, tanto da. A falta de otras certezas, el ingenio humano se refugia en una de sus flaquezas preferidas: la del miedo convertido en fábula delirante sobre poderes en la sombra.

Publicado en El Correo el 26 de febrero de 2012


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