«La lógica es el último refugio
de la gente sin imaginación»
(Oscar Wilde)
Piensa mal y acertarás. Ante los
embates de la adversidad se yergue un estilo de resistencia que consiste en
atribuir la causa del mal a un poder siniestro y oculto, o a una enmarañada red
de intereses conjurados para hacernos daño. Humillados por un lado, pero
distinguidos por otro, asumimos entonces el estatuto de la víctima en cuyas
carnes se ha cebado la saña del poderoso. Qué mayor dignidad que la que se
alcanza sufriendo las épicas consecuencias de un complot y no las prosaicas
miserias del azar cotidiano. El pensamiento conspiranoico se sustenta en buena
medida en esta necesidad de convertir los accidentes pasajeros y aislados en
secuencias de un drama articulado, de percibir el indicio de algo superior allá
donde a los ojos de los demás no hay sino hechos que se agotan en sí mismos. ¿Acaso
la inteligencia no consiste en trascender de las anécdotas para elevarse las
categorías?
Ya que no podemos librarnos de
nuestras limitaciones, busquémosles al menos a una causa que las redima de la
vulgaridad. En la medida que crecen las dimensiones de nuestro enemigo
imaginario disminuye el tamaño de nuestra culpa. Donde hay complots desaparecen
las responsabilidades. Y al mismo tiempo se simplifican los problemas, como
bien entendió Goebbels al incluir entre sus principios de la propaganda el del
«enemigo único»: el que consiste en atribuir todos los males a una fuerza
diabólica, real o imaginaria. Eso dispensa del trabajo de análisis al tiempo
que alimenta la carga emocional de la respuesta, su poder de autosugestión, lo
airado de su registro.
La mecánica de lo conspiranoico actúa
por igual en el caso Garzón y en la trama del 11-M, en las intrigas de
sociedades secretas narrada en los 'longsellers' y en las cómicas versiones
negacionistas de la llegada del hombre a la Luna: siempre hay combustible para
hacer arder las mentes propensas al incendio. El hecho de que determinados
relatos inverosímiles triunfen por encima de las evidencias que los desmienten
tiene que ver casi con el magnetismo novelesco de las conspiraciones, mucho más
entretenidas que la pura y simple realidad. A la fría lógica del principio de
parsimonia («de entre dos teorías, la simple tiende a ser más probable que la
compleja») se le opone la irresistible fascinación de las conjuras. Poco efecto
logra la navaja de Occam si enfrente se le coloca la golosina de la ficción
rocambolesca. Bien es cierto que lo conspiranoico también simplifica puesto
que, por enmarañadas que parezcan sus interpretaciones de los hechos y sus
causas, siempre convergen en un solo vértice.
No es preciso remitirse a asuntos
de alta política. En la vida cotidiana hay personas más predispuestas que otras
a creer que los demás actúan en contra de ellas y que lo hacen de forma
orquestada. La inseguridad personal da lugar a caracteres recelosos, y más si
se alía con el recuerdo de experiencias negativas de la infancia. Es muy
probable que alguien que de niño se atormentó pensando que sus hermanos la
habían tomado con él, que sus padres le hacían el vacío o que los compañeros de
escuela le tenían manía, conserve de adulto la propensión a interpretar los
fenómenos en clave conspirativa. Y, con ella, un mecanismo de defensa que
reviste el delirio de lucidez hasta hacer creer que solo es inteligente el que
descubre las segundas intenciones ocultas bajo la superficie de las cosas. Hay
que estar en vigilancia permanente para encontrar explicación a los hechos
casuales. La diferencia entre los ingenuos confiados y los perspicaces advertidos
es que, donde unos ven la mano de un gamberro que ha rasgado la pintura del
coche, otros reconocen la maniobra del vecindario que les quiere hacer la vida
imposible a base de atentar contra sus propiedades. Cuanto más alto apuntemos
en nuestra versión de los hechos, mayor grado de inteligencia se nos habrá de
suponer.
No hace falta remontarse a la gran
literatura de los complots y de las tramas secretas, tan valiosas en su mensaje
alegórico como invalidadas para retratar la complejidad de las nuevas
sociedades. Pero cualquiera que haya leído 1984 de Orwell o Un mundo
feliz de Huxley comprenderá lo tentador que resulta sentirse una pieza
sometida a la voluntad del 'Big Brother' de turno, sea el que mueve los hilos
de los mercados planetarios, sea el que manda en el urbanismo de su ciudad. La
gran baza de las explicaciones basadas en la conjura es que son infinitamente
más coherentes que esa sucesión de azares y malentendidos que llamamos
realidad. En el complot todas las piezas encajan a la perfección. Cuando soplan
vientos de incertidumbre y las nubes se ciernen en el horizonte como un mal
presagio, nada tiene de extraño que vuelvan a surgir relatos de conspiraciones
que toman el testigo de las antiguas tramas templarias, judeo-masónicas o de los
Sabios de Sión, tanto da. A falta de otras certezas, el ingenio humano se
refugia en una de sus flaquezas preferidas: la del miedo convertido en fábula
delirante sobre poderes en la sombra.
Publicado en El Correo el 26 de febrero de 2012
Excelente reflexion. Te felicito enormemente.
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