«El talento sin genio es poca cosa;
el genio sin talento no es nada»
(Paul Valéry)
En la vida como en el arte, la inspiración existe. Todas las
personas han experimentado alguna vez esos momentos afortunados en que las
ideas cobran vida y se abren paso para encontrar la solución a un problema, o
conducen a una ocurrencia feliz, o lucen con el fulgor de una frase ingeniosa,
sin que se sepa el porqué de esos destellos. En el lado opuesto están los otros
días en que «uno descorre el visillo y lanza una mirada ávida sobre el mundo,
pero no recibe de él más que el caos y la confusión» (Julio Ramón Ribeyro), los
días espesos en que la mente se muestra como una esponja seca, encallada en la
rutina, reacia a descubrir y a crear nada original. ¿Hay algún método para
escapar de la torpeza y alcanzar el estado de gracia que nos vuelve lúcidos?
Desde las teorías clásicas sobre de la creación hasta los modernos estudios
acerca del papel de la intuición en la toma de decisiones, ha sido una búsqueda
constante. El artista ansía ser visitado por las musas y el estudiante aspira a
concentrarse en una materia de estudio que penetre ágilmente en su entendimiento
y se grabe en su memoria. Pero suele pasar que, en la medida que crece la
ansiedad de la expectativa, el aturdimiento aumenta. Nada hay más desesperante
para el creador o el que aspira a serlo que ver cómo los pensamientos más
brillantes sobrevienen al volante del coche y en cambio uno puede pasar horas y
horas ante la mesa de trabajo sin avanzar un solo paso. Es desolador salir
derrotados de una discusión en la que nos abandonaban los argumentos, pero más
penoso todavía es que esos argumentos acudan a visitarnos en tropel cuando ya
no podemos hacer otra cosa que rumiar nuestra derrota.
Es la imprevisibilidad de la inspiración, su carácter huidizo
y caprichoso, lo que explica que siempre se la haya rodeado de cierto halo de
misterio. Si en el pasado fue vinculada con orígenes más o menos sobrenaturales
—desde el 'quid divinum' y el soplo de las musas en el paganismo hasta el Paráclito
del Cristianismo—, en el presente son las ciencias del cerebro, tampoco exentas
de fantasías hiperbólicas pese a su indiscutible solvencia, las que apuntan a
la clave del fenómeno. Lo que llamamos inspiración, vienen a decirnos, no es
sino la labor de ciertos mecanismos cerebrales que procesan la información al
margen de nuestro control. Las ideas no vienen de fuera: están almacenadas en
la mente pero afloran cuando menos se espera. Lo más que puede hacer el
individuo es buscar las condiciones que favorezcan lo más posible esa epifanía.
De ahí la tantas veces evocada recomendación de Pablo Picasso: «Cuando llegue
la inspiración, que me encuentre trabajando».
No hay conjuro más eficaz contra la sequía de ideas que la
constancia, la disciplina, el tesón y el hábito. Lo que ocurre es que a menudo
esta disposición se confunde con la espera pasiva y pasmada, en vez de
considerarla una estrategia de creatividad vigilante. Empezando por observar
con curiosidad —el «saper vedere» de Leonardo da Vinci—, reflexionando con atención y apertura de mente, no cediendo a la
tentación del abandono o de la evasión procrastinadora: es así como se prepara
el terreno para que emerja el hallazgo creativo. El error consiste en pretender
ser artista antes que artesano, fijar la atención en el resultado y no en el
proceso, pretender el fogonazo del éxito deslumbrante sin haberse ocupado antes
de enchufar los cables.
Puede que en algunas de sus manifestaciones la inspiración esté
del lado de los dionisíacos, pero casi siempre acaba prefiriendo al apolíneo.
«Yo no la concibo como un estado de gracia no como un soplo divino —proclama
García Márquez a propósito de su oficio de escritor—, sino como una
reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio». En efecto, la
mayoría de los «eurekas» de la historia se han pronunciado después de largos
años de «tenacidad y dominio», por más que nuestra tendencia a la mixtificación
se obstine en sobrevalorar los hallazgos accidentales de tipos más o menos
genialoides.
Entender la inspiración como la explosión instantánea de un
talento fugaz más que como la consecuencia de un empeño prologado lleva a conclusiones
siempre equivocadas. Lo recordaba Jules Renard en su 'Diario' al hablar de los
requisitos del escritor: «En literatura, solo existen los bueyes. Los genios
son los más gordos, los que penan dieciocho
horas al día de forma infatigable. La gloria es un esfuerzo constante». Y lo
sabe el cerebro, tan propenso a tendernos celadas pero en este punto siempre
dispuesto a recompensar al corredor de fondo: pues la inspiración, a fin de
cuentas, no viene a ser otra cosa que el destilado de los materiales
previamente depositados en la memoria, que nuestro cerebro se ocupa de
procesar, seleccionar, relacionar y convertir finalmente en acertada
revelación. Para la cabeza no hay
serendipias que valgan.
serendipias que valgan.
Publicado en El Correo el 4 de marzo de 2012