sábado, 10 de marzo de 2012

Un inspiración esforzada


«El talento sin genio es poca cosa; 
el genio sin talento no es nada» 
(Paul Valéry)

En la vida como en el arte, la inspiración existe. Todas las personas han experimentado alguna vez esos momentos afortunados en que las ideas cobran vida y se abren paso para encontrar la solución a un problema, o conducen a una ocurrencia feliz, o lucen con el fulgor de una frase ingeniosa, sin que se sepa el porqué de esos destellos. En el lado opuesto están los otros días en que «uno descorre el visillo y lanza una mirada ávida sobre el mundo, pero no recibe de él más que el caos y la confusión» (Julio Ramón Ribeyro), los días espesos en que la mente se muestra como una esponja seca, encallada en la rutina, reacia a descubrir y a crear nada original. ¿Hay algún método para escapar de la torpeza y alcanzar el estado de gracia que nos vuelve lúcidos? Desde las teorías clásicas sobre de la creación hasta los modernos estudios acerca del papel de la intuición en la toma de decisiones, ha sido una búsqueda constante. El artista ansía ser visitado por las musas y el estudiante aspira a concentrarse en una materia de estudio que penetre ágilmente en su entendimiento y se grabe en su memoria. Pero suele pasar que, en la medida que crece la ansiedad de la expectativa, el aturdimiento aumenta. Nada hay más desesperante para el creador o el que aspira a serlo que ver cómo los pensamientos más brillantes sobrevienen al volante del coche y en cambio uno puede pasar horas y horas ante la mesa de trabajo sin avanzar un solo paso. Es desolador salir derrotados de una discusión en la que nos abandonaban los argumentos, pero más penoso todavía es que esos argumentos acudan a visitarnos en tropel cuando ya no podemos hacer otra cosa que rumiar nuestra derrota.

Es la imprevisibilidad de la inspiración, su carácter huidizo y caprichoso, lo que explica que siempre se la haya rodeado de cierto halo de misterio. Si en el pasado fue vinculada con orígenes más o menos sobrenaturales —desde el 'quid divinum' y el soplo de las musas en el paganismo hasta el Paráclito del Cristianismo—, en el presente son las ciencias del cerebro, tampoco exentas de fantasías hiperbólicas pese a su indiscutible solvencia, las que apuntan a la clave del fenómeno. Lo que llamamos inspiración, vienen a decirnos, no es sino la labor de ciertos mecanismos cerebrales que procesan la información al margen de nuestro control. Las ideas no vienen de fuera: están almacenadas en la mente pero afloran cuando menos se espera. Lo más que puede hacer el individuo es buscar las condiciones que favorezcan lo más posible esa epifanía. De ahí la tantas veces evocada recomendación de Pablo Picasso: «Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando».

No hay conjuro más eficaz contra la sequía de ideas que la constancia, la disciplina, el tesón y el hábito. Lo que ocurre es que a menudo esta disposición se confunde con la espera pasiva y pasmada, en vez de considerarla una estrategia de creatividad vigilante. Empezando por observar con curiosidad —el «saper vedere» de Leonardo da Vinci—, reflexionando con  atención y apertura de mente, no cediendo a la tentación del abandono o de la evasión procrastinadora: es así como se prepara el terreno para que emerja el hallazgo creativo. El error consiste en pretender ser artista antes que artesano, fijar la atención en el resultado y no en el proceso, pretender el fogonazo del éxito deslumbrante sin haberse ocupado antes de enchufar los cables.

Puede que en algunas de sus manifestaciones la inspiración esté del lado de los dionisíacos, pero casi siempre acaba prefiriendo al apolíneo. «Yo no la concibo como un estado de gracia no como un soplo divino —proclama García Márquez a propósito de su oficio de escritor—, sino como una reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio». En efecto, la mayoría de los «eurekas» de la historia se han pronunciado después de largos años de «tenacidad y dominio», por más que nuestra tendencia a la mixtificación se obstine en sobrevalorar los hallazgos accidentales de tipos más o menos genialoides.

Entender la inspiración como la explosión instantánea de un talento fugaz más que como la consecuencia de un empeño prologado lleva a conclusiones siempre equivocadas. Lo recordaba Jules Renard en su 'Diario' al hablar de los requisitos del escritor: «En literatura, solo existen los bueyes. Los genios son los  más gordos, los que penan dieciocho horas al día de forma infatigable. La gloria es un esfuerzo constante». Y lo sabe el cerebro, tan propenso a tendernos celadas pero en este punto siempre dispuesto a recompensar al corredor de fondo: pues la inspiración, a fin de cuentas, no viene a ser otra cosa que el destilado de los materiales previamente depositados en la memoria, que nuestro cerebro se ocupa de procesar, seleccionar, relacionar y convertir finalmente en acertada revelación. Para la cabeza no hay 
serendipias que valgan.


Publicado en El Correo el 4 de marzo de 2012

jueves, 8 de marzo de 2012

Un cómico


Acabo de oír por la radio a un prohombre haciéndose el gracioso ante la prensa justamente el día en que nos informan de un nuevo agujero en las cifras del desempleo. No es un cualquiera, el humorista. Manda, y bastante, en los asuntos del dinero público. Antes una situación así me hubiera parecido cínica, indecorosa, intolerable. Ahora estamos tan hechos al disparate y la paradoja que en cierto modo llego a comprenderlo. Es viernes, llega el finde, hace solecito, florecen los almendros, en fin: arriba los corazones. En lo que llevamos de catástrofe todos hemos entonado en más de una ocasión el canto al estilo de pensamiento optimista, aquello de al mal tiempo buena cara, a la necesidad de encontrar el lado positivo de las cosas y aprovechar lo que la crisis tiene de oportunidad. Aunque sean tópicos más bien vacíos, tienen algo de mecanismos mentales de defensa ante la adversidad sin los cuales solo conseguiríamos añadir abatimiento a la derrota. Esta función también la pueden cumplir el humor y la risa, siempre y cuando uno acierte en las dosis. Decía Juan Benet que cualquiera que sea el estado del alma en que se vive, el hombre debe ser capaz de desplegar su humor, haciéndolo navegar por la superficie de sus sentimientos aunque sus profundidades se tiñan con el anuncio de la tormenta. Es cierto. Sin embargo, hay un tipo de humorismo que camina en la cuerda floja entre lo macabro y lo insolente, un humor negro que solo se lo pueden permitir quienes, teniendo el riñón bien cubierto, contemplan las desgracias a su alrededor como si fueran simples vaivenes de la fortuna y sueltan el chiste como quien hace una cabriola en el aire para entretener al público. Acostumbrados a estar en el uso de la palabra y a modelar la realidad con las palabras que más les convienen, se echan a reír a mandíbula batiente sin tener en cuenta de que hay risas como cuchillos. Tal vez sea solamente una cuestión de matices, de sensibilidad, de tacto. O de que, ya lo he dicho otras veces, nos estamos volviendo demasiado susceptibles. Quién sabe.

Publicado en Diario de Navarra el 3 de marzo de 2012

miércoles, 7 de marzo de 2012

El luto y la protesta



Hay más días que longanizas, pero los sindicatos han escogido el 11 de marzo para convocar manifestaciones en toda España. Precisamente el 11M, una de las fechas intocables del calendario. Es cierto que se pueden hacer dos cosas al mismo tiempo, y que el rechazo público de la reforma laboral no es incompatible con el recuerdo público o privado de la matanza de 2004. Sin embargo nada obliga a hacer un domingo lo que se puede programar para la víspera o el lunes siguiente, y más si la convocatoria pretende ser el ensayo de una posible huelga general entrevista para el 29, que cae en jueves. Los ensayos hay que hacerlos en las mismas condiciones de laboratorio que el estreno, así que no tiene mucho sentido simular en un día festivo una función que luego va a ser representada en día laborable. A no ser que exhibiendo músculo en una mañana preprimaveral y ociosa se intente elevar la moral de la tropa y ganar posiciones de cara a una improbable negociación con el Gobierno.     


Las sociedades necesitan fechas sagradas que conmemorar. Y las sociedades lastimadas por la violencia terrorista tal vez más que otras. Uno tiene siempre a  la vista un calendario donde figuran resaltados todos los días del año en que ETA cometió asesinatos, porque está convencido de que ahí se encuentra el único relato posible de ese pasado que otros pretenden maquillar a base de trampas en las palabras y en la memoria. Imagina que cada huérfano, cada familia, cada barrio o pueblo gestionará esa herida de la manera que mejor le parezca y seguramente habrá buscado la fórmula de duelo que le permita ir tirando en la vida con sus alegrías y sus pesares sin por ello dejar de honrar a su ser querido. Pero es seguro que en ese día ninguno celebrará una boda ni firmará unas escrituras ni tomará una decisión memorable para evitar que en lo sucesivo una efeméride eclipse a la otra. Todas las precauciones son pocas para impedir la labor de zapa del olvido, esa fiera ávida de coartadas con las que conquistar terreno.

El 11M agrupa en lo colectivo todo el empeño de recuerdo que otras fechas imponen en lo particular. Su valor simbólico no se queda en la simple conmemoración sino que requiere cierta liturgia del luto que evoque lo que nunca ha de volver a pasar y afirme la posición moral de la comunidad frente a la barbarie. Si CCOO y UGT, tan silenciosos frente al paro por demasiado tiempo, buscan reconciliarse con el sentir general de una sociedad empobrecida, quizá debieran empezar respetando ciertos sentimientos. La memoria de las víctimas exige silencio y compromiso; el estado de cosas en la economía y el empleo requiere imaginación, esfuerzo y crítica. O luto o queja: no conviene mezclar discursos y mucho menos usar uno de ellos como trampolín para avivar el otro. Tal vez sea exagerado decir que por convocar manifestaciones el 11M se está profanando la memoria de las víctimas, pero tampoco en esta lucha por hacerse con la calle vale todo.


Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 2 de marzo de 2012

martes, 6 de marzo de 2012

La atracción de las conjuras


«La lógica es el último refugio 
de la gente sin imaginación» 
(Oscar Wilde)

Piensa mal y acertarás. Ante los embates de la adversidad se yergue un estilo de resistencia que consiste en atribuir la causa del mal a un poder siniestro y oculto, o a una enmarañada red de intereses conjurados para hacernos daño. Humillados por un lado, pero distinguidos por otro, asumimos entonces el estatuto de la víctima en cuyas carnes se ha cebado la saña del poderoso. Qué mayor dignidad que la que se alcanza sufriendo las épicas consecuencias de un complot y no las prosaicas miserias del azar cotidiano. El pensamiento conspiranoico se sustenta en buena medida en esta necesidad de convertir los accidentes pasajeros y aislados en secuencias de un drama articulado, de percibir el indicio de algo superior allá donde a los ojos de los demás no hay sino hechos que se agotan en sí mismos. ¿Acaso la inteligencia no consiste en trascender de las anécdotas para elevarse las categorías?

Ya que no podemos librarnos de nuestras limitaciones, busquémosles al menos a una causa que las redima de la vulgaridad. En la medida que crecen las dimensiones de nuestro enemigo imaginario disminuye el tamaño de nuestra culpa. Donde hay complots desaparecen las responsabilidades. Y al mismo tiempo se simplifican los problemas, como bien entendió Goebbels al incluir entre sus principios de la propaganda el del «enemigo único»: el que consiste en atribuir todos los males a una fuerza diabólica, real o imaginaria. Eso dispensa del trabajo de análisis al tiempo que alimenta la carga emocional de la respuesta, su poder de autosugestión, lo airado de su registro.

La mecánica de lo conspiranoico actúa por igual en el caso Garzón y en la trama del 11-M, en las intrigas de sociedades secretas narrada en los 'longsellers' y en las cómicas versiones negacionistas de la llegada del hombre a la Luna: siempre hay combustible para hacer arder las mentes propensas al incendio. El hecho de que determinados relatos inverosímiles triunfen por encima de las evidencias que los desmienten tiene que ver casi con el magnetismo novelesco de las conspiraciones, mucho más entretenidas que la pura y simple realidad. A la fría lógica del principio de parsimonia («de entre dos teorías, la simple tiende a ser más probable que la compleja») se le opone la irresistible fascinación de las conjuras. Poco efecto logra la navaja de Occam si enfrente se le coloca la golosina de la ficción rocambolesca. Bien es cierto que lo conspiranoico también simplifica puesto que, por enmarañadas que parezcan sus interpretaciones de los hechos y sus causas, siempre convergen en un solo vértice.

No es preciso remitirse a asuntos de alta política. En la vida cotidiana hay personas más predispuestas que otras a creer que los demás actúan en contra de ellas y que lo hacen de forma orquestada. La inseguridad personal da lugar a caracteres recelosos, y más si se alía con el recuerdo de experiencias negativas de la infancia. Es muy probable que alguien que de niño se atormentó pensando que sus hermanos la habían tomado con él, que sus padres le hacían el vacío o que los compañeros de escuela le tenían manía, conserve de adulto la propensión a interpretar los fenómenos en clave conspirativa. Y, con ella, un mecanismo de defensa que reviste el delirio de lucidez hasta hacer creer que solo es inteligente el que descubre las segundas intenciones ocultas bajo la superficie de las cosas. Hay que estar en vigilancia permanente para encontrar explicación a los hechos casuales. La diferencia entre los ingenuos confiados y los perspicaces advertidos es que, donde unos ven la mano de un gamberro que ha rasgado la pintura del coche, otros reconocen la maniobra del vecindario que les quiere hacer la vida imposible a base de atentar contra sus propiedades. Cuanto más alto apuntemos en nuestra versión de los hechos, mayor grado de inteligencia se nos habrá de suponer.

No hace falta remontarse a la gran literatura de los complots y de las tramas secretas, tan valiosas en su mensaje alegórico como invalidadas para retratar la complejidad de las nuevas sociedades. Pero cualquiera que haya leído 1984 de Orwell o Un mundo feliz de Huxley comprenderá lo tentador que resulta sentirse una pieza sometida a la voluntad del 'Big Brother' de turno, sea el que mueve los hilos de los mercados planetarios, sea el que manda en el urbanismo de su ciudad. La gran baza de las explicaciones basadas en la conjura es que son infinitamente más coherentes que esa sucesión de azares y malentendidos que llamamos realidad. En el complot todas las piezas encajan a la perfección. Cuando soplan vientos de incertidumbre y las nubes se ciernen en el horizonte como un mal presagio, nada tiene de extraño que vuelvan a surgir relatos de conspiraciones que toman el testigo de las antiguas tramas templarias, judeo-masónicas o de los Sabios de Sión, tanto da. A falta de otras certezas, el ingenio humano se refugia en una de sus flaquezas preferidas: la del miedo convertido en fábula delirante sobre poderes en la sombra.

Publicado en El Correo el 26 de febrero de 2012


miércoles, 29 de febrero de 2012

Neuralgia



En un tiempo se dijo que Navarra era el país de las coordinadoras. Proyectabas una autovía y te saltaba una cofradía mandando anónimos. Planeabas un pantano y ya tenías enfrente a cuatro alpinistas colgados del monumento a los Fueros en señal de protesta. Promovías la una línea de ferrocarril y te estampaban tartas en la cara. Viene a ser algo así como un hábito cultural. Una especie de seña de identidad del mismo rango que el roble montañés o el vino de la Ribera sin la cual nos veríamos un poco huérfanos, despojados de aquello que define nuestro carácter por el lado indómito. Por eso agrada ver que la tradición continúa con casos como el de la plataforma creada por un grupo de vecinos de Berriozar que se opone a la instalación de un tanatorio en la localidad. Concretamente enfrente de sus casas, aunque este dato sea irrelevante para medir el grado de conciencia cívica de quienes defienden el bien común por encima de intereses particulares. Luchan para impedir que el tanatorio afee la calle más bonita y más céntrica, la «neuralgia» del pueblo según sus propias palabras. Ya se ven el panorama: zombies por las calles, nazarenos en el portal, la Santa Compaña cruzándose un día sí y otro también con los niños que salen de la escuela, en fin, todo un cuadro de horrores que nadie desearía para sí ni para los suyos. Se dirá que los muertos no hacen ruido ni organizan botellones ni perturban la convivencia, pero estas cosas van según creencias. Si el vecindario preocupado habla de molestias, por mucho que el tanatorio cumpla los requisitos de la ley de sanidad mortuoria —ese oxímoron: cosas del lenguaje jurídico— habrá que respetar sus temores, incluso sus supersticiones si las tuvieren. Leyes a un lado, tampoco se trata de tener a la gente en un perpetuo memento, viendo entrar y salir furgones negros y curas con hisopo donde podrían tener un taller mecánico o un animado bar de copas. Por eso, y por mantener viva la llama de las tradiciones quejosas, merecen que se les haga algún caso.    





Publicado en Diario de Navarra el 25 de febrero de 2012

lunes, 27 de febrero de 2012

Las habilidades originarias


Hace no mucho tiempo se decía que los problemas derivados de la inmigración —de nuestra resistencia a admitir a los inmigrantes, para ser más precisos— terminarían cuando se impusiera la fuerza de los hechos. Si los prejuicios y los estereotipos son hijos de la costumbre, para desterrar de una vez por todas el fantasma del rechazo iba a bastar con que nos acostumbráramos al trato con los diferentes. Y así está ocurriendo casi siempre. No cabe duda de que en este punto algo hemos evolucionado. Por cada mueca xenófoba contra el venido de fuera vemos diez saludos educados. Las manifestaciones de trato cordial entre gentes distintas de piel o lengua se imponen con creces sobre las de arrogancia, humillación o desprecio, tan frecuentes antes. Aunque el roce no haya hecho el cariño, sí al menos ha facilitado la convivencia, que no es poco.

Pero no va a resultar tan fácil. Bajaremos la guardia, entregaremos las armas, perderemos el miedo atávico que nos ponía a la defensiva, pero nuestro inconsciente seguirá oponiéndose a la integración completa. Un ejemplo: ese narcisismo de tribu según el cual estamos convencidos de que los de fuera no son aptos para ejercer cierto tipo de tareas relacionadas con la idiosincrasia local. Un búlgaro será capaz de cambiar enchufes, de reparar coches o de pinchar discos en el bar, y todo ello con más arte y provecho que muchos indígenas; pero queremos creerle incapacitado para correr los encierros como lo hacen los mozos de Pamplona. Una cosa es reconocer la eficiencia del africano recogiendo fruta o tirando penaltis, y otra suponerle diestro para bailar la jota aragonesa. En medio de estas ideas consoladoras, el mayor shock del lugareño no se produce cuando debe competir con un chino por el puesto de trabajo, sino cuando ve a otro chino servirle unos callos de primera calidad. Entonces se rasca la cabeza y le da la vuelta al plato como tratando de descubrir dónde está el truco.

Las tradiciones son el último reducto del aldeano. Sin la fe en ellas perdería el sentido de la orientación en el nuevo paisaje humano. Se ha avenido a compartir de buen grado colegios, templos, hospitales, barrios y naves industriales con sus nuevos vecinos, pero precisa agarrarse a alguna propiedad exclusiva, a algún monopolio obtenido por el hecho de «ser de aquí». Y eso lo proporciona la creencia en un hábitat en el que en última instancia solo él puede asentarse armónicamente, en un espacio más mental que cultural al que los otros se adaptan de forma aturdida e incierta, como de prestado, condenados a la torpeza perpetua de no saber guisar un buen cocido, no tocar la gaita gallega conforme a los cánones o llevar el cirio de Semana Santa sin la prestancia del cofrade de quinta generación. Aunque luego los hechos demuestren que hay asiáticos con un nivel de euskera envidiable y sudamericanos dotados de un duende superior para arrancarse por bulerías.  


Publicado en El Correo el 24 de febrero de 2012




domingo, 26 de febrero de 2012

Predicar con el ejemplo


«Dar ejemplo es todo lo que un padre 
puede hacer por sus hijos» 
(Thomas Mann)

Sin duda hay ejemplos y ejemplos. Cuando la Casa Real indicó en una nota oficial que Urdangarin no había tenido un comportamiento «ejemplar» no solo estaba aludiendo a una vieja idea según la cual gobernantes e instituciones deben mantener una conducta digna de ser imitada, a fin de propagar en los reinos la virtud y las buenas costumbres. El concepto clásico de ejemplaridad mira también en otra dirección: dado que lo ejemplar está al alcance de unos pocos, comportarse de cierta manera diferencia, eleva, aristocratiza. El sujeto que renuncia a ser ejemplar se aplebeya o, lo que es lo mismo, pierde ese signo de distinción que le hace acreedor de respeto y por tanto queda despojado de su honor.

Pero ¿puede ser la ejemplaridad así concebida una moneda de curso legal en las nuevas sociedades democráticas, igualitarias, en las que no está admitida la separación entre unas minorías selectas y la muchedumbre obediente? Todos tenemos modelos a los que seguir, pero estos ya no provienen forzosamente de las jerarquías establecidas sino de la elección personal de cada uno. Ahora bien, nadie discutiría que un padre o una madre han de dar buen ejemplo a sus hijos al igual que un maestro ha de ser ejemplar para sus discípulos. En la cadena pedagógica sigue habiendo relaciones verticales que reclaman el ejercicio de la ejemplaridad como medio de transmisión de valores.

Y es ahí donde suelen suscitarse las dudas más apremiantes, ya no acerca de la legitimidad de lo ejemplar sino respecto de su eficacia. Sabemos que la capacidad de imitar es un rasgo distintivo de la inteligencia humana, pero esa capacidad no va siempre acompañada del acierto en la elección de los modelos. Para que un ejemplo funcione no basta con que sea «bueno»; es preciso que su bondad sea apreciada por aquellos en quienes pretende influir, que estos reconozcan su autoridad y su excelencia. ¿Cómo es posible —se preguntan muchos padres cultos, instruidos y devotos de los libros— que mis hijos no se hayan aficionado a la lectura? ¿Qué habré hecho yo, que nunca he roto un plato, para tener un hijo agresivo? El sistema de transmisión generacional mediante ejemplos heredados en la familia, en el oficio o en el aprendizaje ha entrado en quiebra porque los modelos únicos de otro tiempo rivalizan —y a menudo en inferioridad de condiciones— con otros más atrayentes o con mayor capacidad de reclutar seguidores.

Para bien o para mal, habremos de admitir que los chicos y las chicas de hoy ya no hacen «lo que ven en casa», en contra del axioma admitido hasta ahora. Antes al contrario, en el hogar penetran gestos y hábitos adquiridos por los pequeños en la calle o en alguno de sus nuevos 'agentes infiltrados'. La televisión y los ordenadores son eficaces portadores y transmisores de 'memes', esas unidades de información que según Richard Dawkins se propagan de cerebro a cerebro con un potencial de imitación superior al de cualquier enseñanza. En otro tiempo el monopolio de la autoridad residía en las figuras adultas que por definición estaban investidas de prestigio, esto es, «daban ejemplo»: el padre, el cura, el maestro. Y su capacidad de influencia quedaba reforzada merced al concurso cómplice de unas costumbres sociales instauradas por la tradición, dentro de sistemas ideológicos de creencias firmemente asentadas. Hoy la feliz irrupción de la libertad individual y de la igualdad social en los procesos de toma de decisiones ha dado lugar a una «vulgarización» de modelos multiplicados, a una oferta de ejemplos abundante y diversa en medio de la cual no siempre triunfa el mejor.   

No hay que desistir de dar ejemplo porque esa renuncia supondría una dejación de responsabilidad. Pero es un empeño baldío si lo que se pretende es poner en funcionamiento viejos engranajes oxidados. En su espléndido tratado Ejemplaridad pública (Taurus), Javier Gomá ha propuesto una revisión del concepto de ejemplaridad liberado de la caspa de aristocratismo que suele acompañarle y llevado al terreno de la «vulgaridad» en su sentido positivo: entendida como el consenso de voluntades libres de unos ciudadanos que aspiran a ser mejores y a llegar más lejos, pero emancipados la antigua autoridad dogmática. Siempre nos hará falta el espejo de las personas modélicas, el ejemplo de los excelentes, la luz de los más esforzados, capacitados y brillantes. Pero esa ejemplaridad habrá de ser persuasiva y no autoritaria, conquistada mediante el mérito y no impuesta por la tradición o por la posición. Así hasta llegar a crear un «circuito ininterrumpido de ejemplaridades que conforma toda una moral pública», en palabras de Gomá. Ni que decir tiene que al político le alcanza en última instancia el grado más alto en esta ejemplaridad responsable, por el impacto moral que su conducta tiene en el resto de ciudadanos. Precisamente ahora que los ejemplos varían, se multiplican y pugnan los unos con los otros con mensajes diversos y no siempre modélicos, la ejemplaridad del hombre público se hace más necesaria. No por honor, sino por responsabilidad.





Publicado en El Correo el 19 de febrero de 2012

domingo, 19 de febrero de 2012

Titulitis


Observaban hace poco nuestros empresarios que muchos trabajadores españoles están sobretitulados, formidable vocablo. Viene a ser lo mismo que subempleados, solo que dándole la vuelta al calcetín de los los prefijos. Llegará un día, si no ha llegado ya, en que haya que ocultar las licenciaturas y los másteres para no caer en desgracia laboral. Pero no dentro de la política. Ahí sigue primando la 'titulitis', el afán de acumular carreras y expedientes académicos aunque en rigor la política sea una de las actividades digamos elevadas donde no es preciso acreditar estudio alguno. El político es un ser ambivalente que vive entre la evidencia posmoderna del «no te puedes imaginar, Sonsoles» y la nostalgia secular del mérito. Hoy lo vemos arremangado en los mítines para ponerse a la altura del populacho y mañana adornándose con plumas profesionales de pega para aparentar ser alguien.

Estos días han salido a la luz dos casos de políticos pillados con las manos en la masa de la mitomanía universitaria. Nos hemos enterado de que tanto el reciente secretario de Estado de Empleo Tomás Burgos, del PP, como la vicesecretaria general del PSOE Elena Valenciano sometieron sus respectivos currículum vitae a sendas operaciones de tuneado que los presentaban como médico al uno y como licenciada en Derecho y Ciencias Políticas a la otra. Era mentira, pero a medias. Ambos han cursado estudios en estas titulaciones, aunque no se sabe cuántos porque en este particular el lenguaje tiende a la imprecisión. «Haber cursado estudios» vale por igual para quien se bate con una sola asignatura rebelde y para el que abandona en primero más atraído por la trepidante vida universitaria nocturna que por las aulas y las bibliotecas.

Tal vez no importe demasiado, pero uno agradecería tener representantes menos imaginativos y mejor avenidos con la realidad. «No son las mentiras francas, sino las refinadas falsedades las que entorpecen la expresión de la verdad», avisaba Lichtenberg. La pseudología fantástica actúa de esa manera, acumulando refinadas falsedades que poco a poco van cambiando la apariencia del impostor hasta que él mismo acaba creyendo ser el personaje que ha construido. Lo prodigioso es que Burgos y Valenciano no solo han conseguido mantener su ficción durante más de diez años sin que nadie, ni en el Congreso ni en el Parlamento Europeo, reparara en el detalle, sino que a lomos del embuste han medrado hasta alcanzar la cumbre de su carrera pública. Y más admirable aún es que en todo este tiempo no hubieran dedicado algún rato a hincar codos, aunque solo fuera por reconciliarse con sus respectivas máscaras. Al destaparse el asunto hemos perdido un médico y una letrada, pero quizá hayamos ganado dos seres humanos que, como todos nosotros, también han vivido por encima de sus posibilidades. Ellos sí que han sido unos sobretitulados. 






Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 17 de febrero de 2012

sábado, 18 de febrero de 2012

El rencor


El indicio más cierto de que la situación ha dejado de ser grave para pasar a desesperada lo ofrece el afán de los políticos por extender el descrédito sobre toda la sociedad, y en especial sobre los más directamente damnificados por sus recortes. No conformes con aplicar medidas severas que perjudican a unos, que complican la vida a otros y empobrecen a los más, se recrean en el castigo añadiéndole el argumento de la sospecha. Las bajas laborales de los funcionarios no serán cubiertas porque hay mucho enfermo imaginario con pocas ganas de trabajar. Las ayudas sociales se restringen para evitar el fraude de quienes disfrutan de ellas sin necesitarlas. Se reducen los servicios públicos de salud y así los médicos y las enfermeras no abusarán de las peonadas. Hay que ir sembrando la semilla de la desconfianza poco a poco, pero de forma implacable, hasta que ni el profesional más honesto ni el ciudadano más decente queden libres de mancha. Con eso queda el camino allanado para la segunda fase del plan: que se acusen recíprocamente. A esta fase nos han llevado, después de difamar a diversos colectivos cada vez que se les aplicaba una reducción salarial, una restricción de subvenciones o un ajuste de horarios. Una ojeada a los comentarios que siguen a cualquier noticia de recortes en internet permite comprobar cómo la mayoría ya no apunta al de arriba, sino al de al lado. El deseo expresado con más vehemencia es el de que se fastidie el vecino. Un sordo rencor, una inquina malhumorada se ha apoderado de las relaciones horizontales entre iguales, como si de esa manera el daño recibido por un sector social encontrara consuelo en el daño mayor de otro. Donde el soñador desearía encontrar una tupida red de consuelos mutuos y de apoyos solidarios solo halla satisfacción por el dolor ajeno. Lo cual crea en los gobernantes la impresión tranquilizadora de que van en la buena dirección. A este paso, ya no tendrán que tomar más decisiones duras. Bastará con dejarnos solos, que ya las tomaremos por ellos. 

Publicado en Diario de Navarra el 18 de febrero de 2012


Vía

viernes, 17 de febrero de 2012

Poder y familia

«La pasión de dominar es la más terrible de todas
 la enfermedades del espíritu humano»


(Voltaire)




Nadie que albergue una pizca de humanidad en su corazón puede mantenerse indiferente ante el caso irresuelto de los dos niños desaparecidos en Córdoba el pasado noviembre. Horroriza imaginar el destino que hayan podido tener esos dos hermanos de seis y dos años, pero no menos espantosa resulta la hipótesis de unas criaturas  empleadas como arma de poder por sus progenitores. ¿No habíamos quedado en que la familia era el reducto del amor incondicional, el recinto amurallado donde quedan salvaguardadas la generosidad y la entrega que tanto echamos en falta en las tinieblas exteriores? En teoría, nada más alejado de las relaciones de dominio como los afanes de un padre o de una madre que darían cualquier cosa por tener garantizada la seguridad de sus hijos. Y sin embargo puede ocurrir que los riesgos no estén tanto en la calle como de puertas a adentro, agravados además por el fuero de impunidad, silencio y secreto que ampara los desmanes del clan.

En palabras de José Antonio Marina (La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación, Anagrama), «las relaciones amorosas —de pareja, parentales o filiales— son un territorio especialmente indicado para descubrir el dinamismo del poder».  No ocurre solo en las familias sostenidas en esquemas ideológicos tradicionales, donde la autoridad patriarcal viene acompañada del ejercicio despótico del dominio. También pueden estar librándose batallas sordas por ver quién manda sobre quién cuando la trama de alianzas, pactos y repartos de papeles deriva exclusivamente de los afectos y las responsabilidades. Y este trasfondo bélico no se revela en una sola dirección: una veces es el padre o la madre quien ejerce su poder sobre los hijos, pero otras éstos sobre aquellos, y los nietos sobre los abuelos, y los amantes entre sí, según circunstancias.

De hecho, y no deja de ser divertido constatarlo, en una gran mayoría de situaciones domésticas cotidianas es difícil distinguir entre el que manda y el que obedece, de lo abundante y sutil que es el tráfico de órdenes entrecruzadas y el disimulo con que esas órdenes llegan a manifestarse en el intento de cada uno de salirse con la suya. La familia, dice Marina, es un microcosmos en el que pueden aparecer todas las tensiones y posibilidades del universo. El juego, inocente mientras todos pugnan por acceder al trono del sofá y apropiarse del ese cetro del nuevo reino que es el mando a distancia del televisor, pasa a ser perverso en las situaciones de maltrato y de abuso. La amable competencia derivada del juego de seducción en la pareja, o en los tira y afloja de las elecciones que van desde la cocina hasta el lecho y desde las tareas del hogar hasta las decisiones de compra, deja de ser un fondo musical entrañable para convertirse en ruido de tempestad cuando estallan las discusiones, los desprecios y los ninguneos. Entonces no solo lo social irrumpe en lo privado, como señala Ulrich Beck (El normal caos del amor, Paidós), sino que lo hace con mayor impunidad que si lo hiciera en el dominio público. El poderoso en la jerarquía laboral o en el ámbito político, por tirano que que sea, siempre reconoce en quien tiene bajo sus órdenes un fondo de soberanía íntima al que no puede acceder ni aun sometiéndolo a esclavitud. En cambio en la familia, una vez perdido el respeto al otro es fácil caer en el ensañamiento, en la privación de identidad, en el trato despiadado que lleva hasta la violencia. Tan cierto como que el roce hace el cariño es que donde hay confianza da asco.

Hay en ciertos casos de estos una evidente nostalgia del orden anterior que consagraba la posición privilegiada de un sexo —'género', si se prefiere— sobre el otro, la autoridad de una generación o el estatus de un papel determinado en el reparto de tareas familiares. Era un orden que confiaba su estabilidad a la sumisión aunque se revistiera a menudo de protección. La incapacidad para salir de aquella rigidez y adaptarse a formas más simétricas de la relación provoca efectos diversos, desde la inseguridad interior hasta el aislamiento, la incomunicación y la desconfianza que conduce al resentimiento. Y de ahí al conflicto desatado sin  que los contendientes se hayan adiestrado para afrontarlo con otros recursos que no sean la lucha por conservar a la desesperada su viejo estatus de poder o parte de él.

Más grave todavía es que las actitudes de dominio traten de legitimarse con el pretexto del amor. Algo oscuro y siniestro tiene que estar latiendo en la mente de unos sujetos que utilizan,  lastiman o matan a quienes dicen querer, cuando se supone que el amor debería conducir al altruismo en estado puro. Eso no significa que haya que abdicar del poder que a cada uno le otorga su responsabilidad dentro de la familia. Pero es un poder que debe ponerse al fortalecimiento de los otros, de su autonomía, de su autoestima, en definitiva: de su felicidad.

Publicado en El Correo el 12 de febrero de 2012

domingo, 12 de febrero de 2012

Miedo al progreso


El miedo vende, pero si se alía con la ignorancia entonces ya arrasa en el mercado. Corre por ahí un sinfín de leyendas urbanas acerca de las terroríficos efectos sobre la salud de las ondas electromagnéticas, y en particular las emitidas por dos de los tótems de nuestro época: el teléfono móvil y las conexiones wifi. Si en otro tiempo se creyó que los primeros ferrocarriles iban a arrollar a media humanidad y a enloquecer de vértigo a la otra media, ahora la superstición de la época la ha tomado con las tecnologías de la comunicación, que a juicio de algunos también las carga el diablo. Lo de juicio es un decir, claro. Siendo objetivos, hay que reconocer el riesgo de los móviles, sobre todo cuando se emplean en los pasos de peatones sin mirar antes de cruzar o cuando por el auricular suena la voz de un amigo de esos que en prueba de lealtad no olvidan ponernos al corriente de sus penalidades un par de veces al día. Tampoco el internet sin cable es inocente: lo usan los pederastas, los estafadores y los empleados públicos ociosos que mandan comentarios a la prensa en horas de oficina. Pero junto a estas acciones nefandas hay otras que gracias a la velocidad de las redes están contribuyendo a mejorar nuestra calidad de vida, desde la lectura del periódico al instante hasta la charla con los parientes de las antípodas. Cosas del uso, que nada tiene que ver con la naturaleza del medio usado. Estén bien o mal empleadas, a las ondas electromagnéticas no se les puede atribuir efecto nocivo alguno sobre los organismos. Aburre tener que recordar lo que la ciencia ha certificado por activa y por pasiva. Sin embargo hay personas tan admirables en su resistencia a la razón que siguen vaticinando el fin del mundo en forma no se sabe si de gran calambre o de voraz incendio planetario o de melanoma total. Sin ir más lejos, aquí se ha emprendido una campaña en centros escolares para eliminar el wifi en las aulas. Lo dicho, la ignorancia que no cesa. Aunque para alcanzar sus fines tenga que meter el miedo en el cuerpo a padres y madres, esa gente tan asustadiza.

Publicado en Diario de Navarra el 11 de febrero de 2012

viernes, 10 de febrero de 2012

El pelotón del honor


La bruma cayó sobre el caso Contador el día en que defender al ciclista se convirtió un acto de patriotismo y acusarle de hacer trampas fue como pasarse al enemigo. Desde entonces ni la razón ni la justicia han tenido vela en este entierro, de modo que la sentencia de la TAS no pasa de ser una anécdota, un trámite, una manera de salir del paso y de ir tirando hasta septiembre, que está a la vuelta de la esquina. Contador se perderá el Tour y el Giro de esta temporada, pero podrá emprender una Vuelta hecha a su medida y hacerlo además en olor de multitudes. Puede que lo tenga bien ganado. O puede que en el camino se le cruce otro guiñol francés y lo tire al asfalto. Porque en realidad no estamos hablando de dopaje sino de simpatías y antipatías, esos dos frentes separados por trincheras más hondas que las del peor campo de batalla.

¿Qué sería del deporte sin pasiones? En la rueda de prensa de Pinto sonaron aplausos entre las sillas de los periodistas convocados para tomar apuntes y hacer preguntas. El periodismo deportivo da lo mejor de sí mismo cuando deriva a ese estilo desmelenado, castizo y febril. La afición gana calidad cuando toma partido incondicional por su equipo o por su ídolo, que para eso es ídolo y no mascota. Sería bueno que en medio de la algarabía surgiera un hombre justo con los ojos vendados y la balanza bien equilibrada para poner los puntos sobre las íes, pero no caerá esa breva. A estas alturas del serial todos somos bioquímicos con nuestro laboratorio particular a cuestas y no hay contraanálisis posible que nos apee de la bicicleta. ¡Nos van a hablar a nosotros de clembuterol, después tanto solomillo! ¡De picogramos, como si no nos hubiéramos pesado nunca! ¡De ciclismo, cuando tanto nos gusta comulgar con ruedas de molino!

La defensa más firme de Contador no ha corrido a cargo de su legión de abogados de diseño, sino de tanto español de a pie que le cree con las tripas y está dispuesto a batirse por su honor al grito de 'Vivan las caenas'. Dos siglos después, de nuevo el enemigo viene de Pirineos arriba armado de envidia. Hasta ahora los trapos sucios del dopaje se lavaban en casa, aunque no siempre con detergente de la mejor calidad, pero esta vez hay por medio una ofensa proveniente del exterior que llama a rebato. Y entonces las trampas en el juego pierden importancia dado el estado de necesidad nacional. La leyenda negra que empezó con Felipe II reaparece ahora ensañada con Contador, Gasol, Nadal, la Roja y todo un jaleo de podios y medallas obtenidas en buena lid que nos pretenden arrebatar a base de maledicencias. Así son las pasiones deportivas: cuando falla un argumento, se elige otro y adelante. Con el tiempo, a Contador le quedará la gloria de saber que, a cambio de una mancha en su palmarés, ha alcanzado la gloria de encabezar una rebelión popular en la que al parecer todos quieren estar a la cabeza del pelotón.

Publicado en El Correo el 10 de febrero de 2012  

miércoles, 8 de febrero de 2012

Pensar en grupo, hablar en tópicos


«Nuestra cabeza es redonda para permitir 
al pensamiento cambiar de dirección» 
(Francis Picabia)



La unión hace la fuerza, proclama una de las máximas del trabajo en equipo. Se obtienen mejores resultados cuando el comportamiento individualista cede a la colaboración dentro del grupo. Juntos somos más poderosos que separados. Son afirmaciones elevadas a dogmas que siguen teniendo crédito en muchas esferas de la actividad humana, desde la empresa hasta la escuela, desde las organizaciones de alto nivel hasta la vida de familia. Y sin duda actuar en grupo es más rentable, seguro, cómodo y eficaz que hacerlo por separado. Pero tiene sus riesgos. El no menor de todos es el llamado «pensamiento grupal» («whisful thinking»), ese manojo de trampas y malentendidos provocado por el sentimiento de pertenencia a una colectividad.


En su libro más reciente ('Tantos tontos tópicos', Ariel, 2012), Aurelio Arteta ha desgranado los tópicos de la conversación que, más allá de la mera rutina verbal y de la actitud perezosa de los hablantes, van asentando el poder de la mayoría en el discurso social dominante. Son esos 'lugares comunes' en los que tarde o temprano acabamos recalando como si en ellos buscásemos «el satisfactorio encuentro de uno con esa mayoría, el ocultamiento en medio del número, la huida de toda disputa y, en fin, la tranquilidad consiguiente». La inclemente deconstrucción a la que Arteta somete cada una de las «arraigadas muletillas» del ámbito de la filosofía moral y política en las que nos apoyamos para salir del paso en diversas situaciones pone al descubierto un gran vacío de libertad: no somos originales en lo que decimos porque en el fondo nos resistimos a ser responsables de nuestras propias ideas. Es sabido que el pensamiento grupal crea en el individuo una ilusión de moralidad que a su vez se sostiene en otra ilusión, la de unanimidad. Quien afirma que «todos tenemos alguna parte de verdad» o que «todas las opiniones son respetables» no solo cree pensar con rectitud, sino que tiene la certeza de que sus palabras son aprobadas por quienes le escuchan.

¿Cómo arriesgarse a revisar la razón o la sinrazón de argumentos como «solo cumplo con mi deber», «una cosa es la teoría y otra la práctica» o «estoy en mi perfecto derecho» cuando emplearlos nos garantiza un pasar sin problemas ante situaciones comprometidas? Por decirlo de otro modo: las ideas recibidas y los tópicos al uso vienen reforzados por la apariencia de invulnerabilidad propia de todo pensamiento de grupo. El sujeto tiende a creer que balando como una oveja entre las ovejas y no alejándose del resto del rebaño estará más protegido que si se toma su propio camino por separado. A este miedo se le añade otra dimensión, más coercitiva, de un pensamiento grupal que prohíbe manifestar reticencias, dudas, críticas o matizaciones respecto a la opinión común. Diversos estudios realizados en grupos de distinto carácter han venido a demostrar, por ejemplo, que no siempre las sesiones de «brainstorming» o tormenta de ideas dan frutos más creativos que el esfuerzo aislado de cada uno de los componentes. Antes al contrario, se ha podido comprobar que liberados de la presión del grupo muchos individuos dan rienda suelta a la imaginación y proponen iniciativas más abiertas y originales.

Pero el efecto más nocivo del «whisful thinking» es la autocensura. La necesidad de sentirse integrado, el horror al rechazo, la búsqueda de aprobación social y la atracción del orden establecido acaban creando en la mente de los sujetos un «vigilante interno» infinitamente más estricto que todos los inquisidores externos. En palabras de Aurelio Arteta, como «lo que más agrada a la masa es encontrarse con la masa misma», no ha de extrañar que acudir a los lugares comunes se revele «un modo seguro de congraciarnos con lo que está mandado».

Para contrarrestar el peso de nuestro censor interno haría falta tener siempre a mano un opositor encargado de recordarnos que existen otras alternativas para la mirada y el juicio y que, aunque solo sea a modo de hipótesis, siempre es preciso tener en cuenta puntos de vista distintos al que damos por bueno. «Si una verdad fundamental no encuentra opositores —advertía Stuart Mill—, es indispensable inventarlos y proveerlos de los argumentos más válidos que el más astuto abogado del diablo pueda inventar». No está de más recordar que el«advocatus diaboli» o «abogado del diablo» fue una figura creada por la Iglesia católica del siglo XVI para intervenir en las causas de canonización en contra del candidato, como freno de la corriente de euforia y «buena fe» que en estos casos solía acompañar a los procesos.

«Un equipo de gente brillante puede tomar las decisiones más equivocadas y quedarse tan tranquilo». Es la conclusión a la que llegó Irving Janis después de analizar numerosos ejemplos de dinámica de grupos para equipos directivos. De la misma manera, hasta la cabeza más despejada puede sucumbir al tópico si baja la guardia, suspende el juicio y se deja llevar por el confort de la gramática parda. Pensar en grupo: ese oxímoron.




Publicado en El Correo el 5 de febrero de 2012

martes, 7 de febrero de 2012

Polvorín


Dicen quienes saben de esto que sin la tele y el fútbol ardería Troya. Que vivimos en una falsa calma lograda merced a la industria del entretenimiento. Que los efectos de las nuevas armas de distracción masiva sobre unas sociedades adormecidas están conteniendo el malestar general, que de otro modo habría llevado a más de un estallido de violencia. Puede que así sea. Pero el viejo binomio del pan y circo solo funciona mientras se mantiene el equilibrio entre sus dos factores. Cuando el pan empieza a escasear, no solo la fórmula corre el riesgo de agotarse sino que el circo deja de ser bálsamo para convertirse en explosivo. Piénsese en lo ocurrido con las redes sociales en internet. Los mismos jóvenes que recurrían a ellas para matar el tiempo e intercambiar mensajes superficiales pasaron a utilizarlas como recurso en la organización de asambleas, revueltas y protestas masivas que pusieron en jaque a las policías más expertas. En Port Said una fiesta del fútbol acabada en tragedia ha llevado a los hinchas a volcar su resentimiento contra los gobernantes. A este paso no sería extraño que el próximo acto de guerrilla urbana se engendrara en un reality o que a la salida de un concierto de rock la muchedumbre excitada declarara el estado de guerra. Quien fomenta la sinrazón corre el riesgo de que el impulso irracional cambie de dirección y se vuelva contra él. Tal vez haya muchos motivos para pensar que la gente es estúpida, pero no está comprobado que esa estupidez no tenga un límite. Es un error suponer que encaminando al parado a la taquilla de un estadio y poniendo a los pobres ante el televisor queda asegurada la tranquilidad del sistema. De momento nos preocupa la desaparición de puestos de trabajo y calmamos esa pesadumbre por medio de goles, culebrones, prensa rosa, tuits y festejos varios. No hay que dejarse llevar por el pesimismo, pero es posible que cuando ya no lamentemos la pérdida de empleos sino la pérdida de vidas las diversiones de hoy sean los polvorines de mañana.





Publicado en Diario de Navarra el 4 de febrero de 2012


lunes, 6 de febrero de 2012

La prueba falsa

En tiempos del ministro Gabilondo llegamos a creer que por fin la Educación en España dejaba de estar sometida a los vaivenes políticos y que acababa la loca espiral de reformas de los últimos decenios. Nada se haría en lo sucesivo sin el acuerdo de todos, y ese fue el motivo por el que el ministro renunció a llevar adelante unos cambios que no contaban con el beneplácito de alguna de las partes. El espejismo ha durado poco porque, apenas llegado al poder, al PP le ha faltado tiempo para emprender a solas un nuevo vuelco del sistema. Parece que otra vez convergen dos dinámicas propias del espíritu español: la improvisación y la ocurrencia. De la suma de ambas salen iniciativas recibidas con alborozo o disgusto según bandos, sin que a nadie parezca importarle lo más mínimo el rigor de las propuestas. 

El caso es demoler el edificio aunque no haya proyecto ni planos de la nueva obra. Nunca faltarán los hooligans de turno dispuestos a jalear cada golpe de piqueta, en la ingenua creencia de que el solo hecho de acabar con lo abominable ya garantiza la bondad de lo que venga después. Es reveladora la alegría con la que el flamante ministro Wert ha actuado en sus declaraciones sobre la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Ya estamos acostumbrados a que cada vez que se abre la veda en cualquier asunto relativo a la educación empiece un campeonato de ingeniosidades que da lugar a situaciones pintorescas y a menudo absurdas. Pero el amateurismo no justifica el empleo de pruebas falsas como las aportadas por el ministro para mandar la asignatura a la hoguera. Wert leyó pasajes de un supuesto libro de texto que contenían juicios heréticos contra el capitalismo, dando a entender que esa era la doctrina impartida por los docentes en las aulas. Pues bien: ni se trata de un libro de texto, ni está dirigido a escolares. Es un ensayo firmado por tres filósofos que reflexionan críticamente sobre una asignatura con la que, para más inri, están en desacuerdo.

En otro país más amante del rigor, la lógica y la exactitud un alto responsable educativo que procediera de ese modo habría sido destituido al instante. O habría dimitido 'sponte sua' sin esperar al motorista, consciente de que la formación de los futuros ciudadanos no puede estar en manos de un embustero. De nuevo andamos metidos en discusiones donde todo vale, aunque el objeto final del debate sea algo tan delicado como la instrucción pública. No hay documentos razonados, ni trabajos estadísticos, ni estudios científicos, ni experiencias ajenas contrastadas, ni argumentos sólidos de ninguna clase que respalden las medidas propuestas; por no haber, ni siquiera hay claridad en la descripción de esas medidas. ¿Cómo intervenir de buena fe en un debate así? Entre el palo de ciego y la leña al mono, vuelve de nuevo la Educación a sufrir el castigo de nuestra ligereza.



Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 2 de febrero de 2012