«Nuestra cabeza es redonda para permitir
al pensamiento
cambiar de dirección»
(Francis Picabia)
La unión hace la fuerza, proclama una de las máximas del
trabajo en equipo. Se obtienen mejores resultados cuando el comportamiento
individualista cede a la colaboración dentro del grupo. Juntos somos más
poderosos que separados. Son afirmaciones elevadas a dogmas que siguen teniendo
crédito en muchas esferas de la actividad humana, desde la empresa hasta la
escuela, desde las organizaciones de alto nivel hasta la vida de familia. Y sin
duda actuar en grupo es más rentable, seguro, cómodo y eficaz que hacerlo por
separado. Pero tiene sus riesgos. El no menor de todos es el llamado
«pensamiento grupal» («whisful thinking»), ese manojo de trampas y
malentendidos provocado por el sentimiento de pertenencia a una colectividad.
En su libro más reciente ('Tantos tontos tópicos', Ariel,
2012), Aurelio Arteta ha desgranado los tópicos de la conversación que, más
allá de la mera rutina verbal y de la actitud perezosa de los hablantes, van
asentando el poder de la mayoría en el discurso social dominante. Son esos 'lugares
comunes' en los que tarde o temprano acabamos recalando como si en ellos
buscásemos «el satisfactorio encuentro de uno con esa mayoría, el ocultamiento
en medio del número, la huida de toda disputa y, en fin, la tranquilidad
consiguiente». La inclemente deconstrucción a la que Arteta somete cada una de
las «arraigadas muletillas» del ámbito de la filosofía moral y política en las
que nos apoyamos para salir del paso en diversas situaciones pone al
descubierto un gran vacío de libertad: no somos originales en lo que decimos
porque en el fondo nos resistimos a ser responsables de nuestras propias ideas.
Es sabido que el pensamiento grupal crea en el individuo una ilusión de
moralidad que a su vez se sostiene en otra ilusión, la de unanimidad. Quien
afirma que «todos tenemos alguna parte de verdad» o que «todas las opiniones
son respetables» no solo cree pensar con rectitud, sino que tiene la certeza de
que sus palabras son aprobadas por quienes le escuchan.
¿Cómo arriesgarse a revisar la razón o la sinrazón de
argumentos como «solo cumplo con mi deber», «una cosa es la teoría y otra la
práctica» o «estoy en mi perfecto derecho» cuando emplearlos nos garantiza un
pasar sin problemas ante situaciones comprometidas? Por decirlo de otro modo:
las ideas recibidas y los tópicos al uso vienen reforzados por la apariencia de
invulnerabilidad propia de todo pensamiento de grupo. El sujeto tiende a creer
que balando como una oveja entre las ovejas y no alejándose del resto del
rebaño estará más protegido que si se toma su propio camino por separado. A
este miedo se le añade otra dimensión, más coercitiva, de un pensamiento grupal
que prohíbe manifestar reticencias, dudas, críticas o matizaciones respecto a
la opinión común. Diversos estudios realizados en grupos de distinto carácter
han venido a demostrar, por ejemplo, que no siempre las sesiones de
«brainstorming» o tormenta de ideas dan frutos más creativos que el esfuerzo
aislado de cada uno de los componentes. Antes al contrario, se ha podido
comprobar que liberados de la presión del grupo muchos individuos dan rienda
suelta a la imaginación y proponen iniciativas más abiertas y originales.
Pero el efecto más nocivo del «whisful thinking» es la
autocensura. La necesidad de sentirse integrado, el horror al rechazo, la
búsqueda de aprobación social y la atracción del orden establecido acaban
creando en la mente de los sujetos un «vigilante interno» infinitamente más
estricto que todos los inquisidores externos. En palabras de Aurelio Arteta,
como «lo que más agrada a la masa es encontrarse con la masa misma», no ha de
extrañar que acudir a los lugares comunes se revele «un modo seguro de
congraciarnos con lo que está mandado».
Para contrarrestar el peso de nuestro censor interno haría
falta tener siempre a mano un opositor encargado de recordarnos que existen
otras alternativas para la mirada y el juicio y que, aunque solo sea a modo de
hipótesis, siempre es preciso tener en cuenta puntos de vista distintos al que
damos por bueno. «Si una verdad fundamental no encuentra opositores —advertía
Stuart Mill—, es indispensable inventarlos y proveerlos de los argumentos más
válidos que el más astuto abogado del diablo pueda inventar». No está de más
recordar que el«advocatus diaboli» o «abogado del diablo» fue una figura creada
por la Iglesia católica del siglo XVI para intervenir en las causas de
canonización en contra del candidato, como freno de la corriente de euforia y
«buena fe» que en estos casos solía acompañar a los procesos.
«Un equipo de gente brillante puede tomar las decisiones más
equivocadas y quedarse tan tranquilo». Es la conclusión a la que llegó Irving
Janis después de analizar numerosos ejemplos de dinámica de grupos para equipos
directivos. De la misma manera, hasta la cabeza más despejada puede sucumbir al
tópico si baja la guardia, suspende el juicio y se deja llevar por el confort
de la gramática parda. Pensar en grupo: ese oxímoron.
Publicado en El Correo el 5 de febrero de 2012
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