Hace no mucho tiempo se decía que los problemas derivados de
la inmigración —de nuestra resistencia a admitir a los inmigrantes, para ser
más precisos— terminarían cuando se impusiera la fuerza de los hechos. Si los
prejuicios y los estereotipos son hijos de la costumbre, para desterrar de una
vez por todas el fantasma del rechazo iba a bastar con que nos acostumbráramos al
trato con los diferentes. Y así está ocurriendo casi siempre. No cabe duda de
que en este punto algo hemos evolucionado. Por cada mueca xenófoba contra el
venido de fuera vemos diez saludos educados. Las manifestaciones de trato cordial
entre gentes distintas de piel o lengua se imponen con creces sobre las de arrogancia,
humillación o desprecio, tan frecuentes antes. Aunque el roce no haya hecho el
cariño, sí al menos ha facilitado la convivencia, que no es poco.
Pero no va a resultar tan fácil. Bajaremos la guardia,
entregaremos las armas, perderemos el miedo atávico que nos ponía a la
defensiva, pero nuestro inconsciente seguirá oponiéndose a la integración
completa. Un ejemplo: ese narcisismo de tribu según el cual estamos convencidos
de que los de fuera no son aptos para ejercer cierto tipo de tareas
relacionadas con la idiosincrasia local. Un búlgaro será capaz de cambiar
enchufes, de reparar coches o de pinchar discos en el bar, y todo ello con más
arte y provecho que muchos indígenas; pero queremos creerle incapacitado para correr
los encierros como lo hacen los mozos de Pamplona. Una cosa es reconocer la
eficiencia del africano recogiendo fruta o tirando penaltis, y otra suponerle diestro para bailar la jota aragonesa. En medio de estas ideas consoladoras,
el mayor shock del lugareño no se produce cuando debe competir con un chino por
el puesto de trabajo, sino cuando ve a otro chino servirle unos callos de
primera calidad. Entonces se rasca la cabeza y le da la vuelta al plato como
tratando de descubrir dónde está el truco.
Las tradiciones son el último reducto del aldeano. Sin la fe
en ellas perdería el sentido de la orientación en el nuevo paisaje humano. Se
ha avenido a compartir de buen grado colegios, templos, hospitales, barrios y
naves industriales con sus nuevos vecinos, pero precisa agarrarse a alguna
propiedad exclusiva, a algún monopolio obtenido por el hecho de «ser de aquí».
Y eso lo proporciona la creencia en un hábitat en el que en última instancia
solo él puede asentarse armónicamente, en un espacio más mental que cultural al
que los otros se adaptan de forma aturdida e incierta, como de prestado,
condenados a la torpeza perpetua de no saber guisar un buen cocido, no tocar la
gaita gallega conforme a los cánones o llevar el cirio de Semana Santa sin la
prestancia del cofrade de quinta generación. Aunque luego los hechos demuestren
que hay asiáticos con un nivel de euskera envidiable y sudamericanos dotados de
un duende superior para arrancarse por bulerías.
Publicado en El Correo el 24 de febrero de 2012
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