«Dar ejemplo es todo lo que un padre
puede hacer por sus hijos»
(Thomas Mann)
Sin duda hay ejemplos y ejemplos. Cuando la Casa Real indicó
en una nota oficial que Urdangarin no había tenido un comportamiento «ejemplar»
no solo estaba aludiendo a una vieja idea según la cual gobernantes e
instituciones deben mantener una conducta digna de ser imitada, a fin de
propagar en los reinos la virtud y las buenas costumbres. El concepto clásico
de ejemplaridad mira también en otra dirección: dado que lo ejemplar está al
alcance de unos pocos, comportarse de cierta manera diferencia, eleva,
aristocratiza. El sujeto que renuncia a ser ejemplar se aplebeya o, lo que es
lo mismo, pierde ese signo de distinción que le hace acreedor de respeto y por
tanto queda despojado de su honor.
Pero ¿puede ser la ejemplaridad así concebida una moneda de
curso legal en las nuevas sociedades democráticas, igualitarias, en las que no
está admitida la separación entre unas minorías selectas y la muchedumbre
obediente? Todos tenemos modelos a los que seguir, pero estos ya no provienen
forzosamente de las jerarquías establecidas sino de la elección personal de
cada uno. Ahora bien, nadie discutiría que un padre o una madre han de dar buen
ejemplo a sus hijos al igual que un maestro ha de ser ejemplar para sus
discípulos. En la cadena pedagógica sigue habiendo relaciones verticales que
reclaman el ejercicio de la ejemplaridad como medio de transmisión de valores.
Y es ahí donde suelen suscitarse las dudas más apremiantes, ya
no acerca de la legitimidad de lo ejemplar sino respecto de su eficacia.
Sabemos que la capacidad de imitar es un rasgo distintivo de la inteligencia
humana, pero esa capacidad no va siempre acompañada del acierto en la elección
de los modelos. Para que un ejemplo funcione no basta con que sea «bueno»; es
preciso que su bondad sea apreciada por aquellos en quienes pretende influir, que
estos reconozcan su autoridad y su excelencia. ¿Cómo es posible —se preguntan
muchos padres cultos, instruidos y devotos de los libros— que mis hijos no se
hayan aficionado a la lectura? ¿Qué habré hecho yo, que nunca he roto un plato,
para tener un hijo agresivo? El sistema de transmisión generacional mediante
ejemplos heredados en la familia, en el oficio o en el aprendizaje ha entrado
en quiebra porque los modelos únicos de otro tiempo rivalizan —y a menudo en
inferioridad de condiciones— con otros más atrayentes o con mayor capacidad de
reclutar seguidores.
Para bien o para mal, habremos de admitir que los chicos y
las chicas de hoy ya no hacen «lo que ven en casa», en contra del axioma
admitido hasta ahora. Antes al contrario, en el hogar penetran gestos y hábitos
adquiridos por los pequeños en la calle o en alguno de sus nuevos 'agentes
infiltrados'. La televisión y los ordenadores son eficaces portadores y transmisores
de 'memes', esas unidades de información que según Richard Dawkins se propagan
de cerebro a cerebro con un potencial de imitación superior al de cualquier
enseñanza. En otro tiempo el monopolio de la autoridad residía en las figuras
adultas que por definición estaban investidas de prestigio, esto es, «daban
ejemplo»: el padre, el cura, el maestro. Y su capacidad de influencia quedaba
reforzada merced al concurso cómplice de unas costumbres sociales instauradas
por la tradición, dentro de sistemas ideológicos de creencias firmemente
asentadas. Hoy la feliz irrupción de la libertad individual y de la igualdad
social en los procesos de toma de decisiones ha dado lugar a una
«vulgarización» de modelos multiplicados, a una oferta de ejemplos abundante y
diversa en medio de la cual no siempre triunfa el mejor.
No hay que desistir de dar ejemplo porque esa renuncia
supondría una dejación de responsabilidad. Pero es un empeño baldío si lo que se
pretende es poner en funcionamiento viejos engranajes oxidados. En su
espléndido tratado Ejemplaridad pública (Taurus), Javier Gomá ha propuesto
una revisión del concepto de ejemplaridad liberado de la caspa de
aristocratismo que suele acompañarle y llevado al terreno de la «vulgaridad» en
su sentido positivo: entendida como el consenso de voluntades libres de unos
ciudadanos que aspiran a ser mejores y a llegar más lejos, pero emancipados la
antigua autoridad dogmática. Siempre nos hará falta el espejo de las personas
modélicas, el ejemplo de los excelentes, la luz de los más esforzados,
capacitados y brillantes. Pero esa ejemplaridad habrá de ser persuasiva y no
autoritaria, conquistada mediante el mérito y no impuesta por la tradición o
por la posición. Así hasta llegar a crear un «circuito ininterrumpido de
ejemplaridades que conforma toda una moral pública», en palabras de Gomá. Ni
que decir tiene que al político le alcanza en última instancia el grado más
alto en esta ejemplaridad responsable, por el impacto moral que su conducta
tiene en el resto de ciudadanos. Precisamente ahora que los ejemplos varían, se
multiplican y pugnan los unos con los otros con mensajes diversos y no siempre
modélicos, la ejemplaridad del hombre público se hace más necesaria. No por
honor, sino por responsabilidad.
Publicado en El Correo el 19 de febrero de 2012
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