«La pasión de dominar es la más terrible de todas
la enfermedades del espíritu humano»
(Voltaire)
(Voltaire)
Nadie que albergue una pizca de humanidad en su corazón puede mantenerse indiferente ante el caso irresuelto de los dos niños desaparecidos en Córdoba el pasado noviembre. Horroriza imaginar el destino que hayan podido tener esos dos hermanos de seis y dos años, pero no menos espantosa resulta la hipótesis de unas criaturas empleadas como arma de poder por sus progenitores. ¿No habíamos quedado en que la familia era el reducto del amor incondicional, el recinto amurallado donde quedan salvaguardadas la generosidad y la entrega que tanto echamos en falta en las tinieblas exteriores? En teoría, nada más alejado de las relaciones de dominio como los afanes de un padre o de una madre que darían cualquier cosa por tener garantizada la seguridad de sus hijos. Y sin embargo puede ocurrir que los riesgos no estén tanto en la calle como de puertas a adentro, agravados además por el fuero de impunidad, silencio y secreto que ampara los desmanes del clan.
En palabras de José Antonio Marina (La pasión del poder.
Teoría y práctica de la dominación, Anagrama), «las relaciones amorosas —de
pareja, parentales o filiales— son un territorio especialmente indicado para
descubrir el dinamismo del poder». No ocurre
solo en las familias sostenidas en esquemas ideológicos tradicionales, donde la
autoridad patriarcal viene acompañada del ejercicio despótico del dominio.
También pueden estar librándose batallas sordas por ver quién manda sobre quién
cuando la trama de alianzas, pactos y repartos de papeles deriva exclusivamente
de los afectos y las responsabilidades. Y este trasfondo bélico no se revela en
una sola dirección: una veces es el padre o la madre quien ejerce su poder sobre
los hijos, pero otras éstos sobre aquellos, y los nietos sobre los abuelos, y
los amantes entre sí, según circunstancias.
De hecho, y no deja de ser divertido constatarlo, en una gran
mayoría de situaciones domésticas cotidianas es difícil distinguir entre el que
manda y el que obedece, de lo abundante y sutil que es el tráfico de órdenes
entrecruzadas y el disimulo con que esas órdenes llegan a manifestarse en el
intento de cada uno de salirse con la suya. La familia, dice Marina, es un
microcosmos en el que pueden aparecer todas las tensiones y posibilidades del
universo. El juego, inocente mientras todos pugnan por acceder al trono del
sofá y apropiarse del ese cetro del nuevo reino que es el mando a distancia del
televisor, pasa a ser perverso en las situaciones de maltrato y de abuso. La
amable competencia derivada del juego de seducción en la pareja, o en los tira
y afloja de las elecciones que van desde la cocina hasta el lecho y desde las
tareas del hogar hasta las decisiones de compra, deja de ser un fondo musical
entrañable para convertirse en ruido de tempestad cuando estallan las
discusiones, los desprecios y los ninguneos. Entonces no solo lo social irrumpe
en lo privado, como señala Ulrich Beck (El normal caos del amor, Paidós),
sino que lo hace con mayor impunidad que si lo hiciera en el dominio público. El
poderoso en la jerarquía laboral o en el ámbito político, por tirano que que
sea, siempre reconoce en quien tiene bajo sus órdenes un fondo de soberanía íntima
al que no puede acceder ni aun sometiéndolo a esclavitud. En cambio en la
familia, una vez perdido el respeto al otro es fácil caer en el ensañamiento, en
la privación de identidad, en el trato despiadado que lleva hasta la violencia.
Tan cierto como que el roce hace el cariño es que donde hay confianza da asco.
Hay en ciertos casos de estos una evidente nostalgia del
orden anterior que consagraba la posición privilegiada de un sexo —'género', si
se prefiere— sobre el otro, la autoridad de una generación o el estatus de un
papel determinado en el reparto de tareas familiares. Era un orden que confiaba
su estabilidad a la sumisión aunque se revistiera a menudo de protección. La
incapacidad para salir de aquella rigidez y adaptarse a formas más simétricas
de la relación provoca efectos diversos, desde la inseguridad interior hasta el
aislamiento, la incomunicación y la desconfianza que conduce al resentimiento.
Y de ahí al conflicto desatado sin que
los contendientes se hayan adiestrado para afrontarlo con otros recursos que no
sean la lucha por conservar a la desesperada su viejo estatus de poder o parte
de él.
Más grave todavía es que las actitudes de dominio traten de
legitimarse con el pretexto del amor. Algo oscuro y siniestro tiene que estar
latiendo en la mente de unos sujetos que utilizan, lastiman o matan a quienes dicen querer,
cuando se supone que el amor debería conducir al altruismo en estado puro. Eso
no significa que haya que abdicar del poder que a cada uno le otorga su
responsabilidad dentro de la familia. Pero es un poder que debe ponerse al
fortalecimiento de los otros, de su autonomía, de su autoestima, en definitiva:
de su felicidad.
Publicado en El Correo el 12 de febrero de 2012
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