Observaban hace poco nuestros empresarios que muchos
trabajadores españoles están sobretitulados, formidable vocablo. Viene a ser lo
mismo que subempleados, solo que dándole la vuelta al calcetín de los los
prefijos. Llegará un día, si no ha llegado ya, en que haya que ocultar las
licenciaturas y los másteres para no caer en desgracia laboral. Pero no dentro
de la política. Ahí sigue primando la 'titulitis', el afán de acumular carreras
y expedientes académicos aunque en rigor la política sea una de las actividades
digamos elevadas donde no es preciso acreditar estudio alguno. El político es
un ser ambivalente que vive entre la evidencia posmoderna del «no te puedes
imaginar, Sonsoles» y la nostalgia secular del mérito. Hoy lo vemos arremangado
en los mítines para ponerse a la altura del populacho y mañana adornándose con plumas
profesionales de pega para aparentar ser alguien.
Estos días han salido a la luz dos casos de políticos
pillados con las manos en la masa de la mitomanía universitaria. Nos hemos
enterado de que tanto el reciente secretario de Estado de Empleo Tomás Burgos,
del PP, como la vicesecretaria general del PSOE Elena Valenciano sometieron sus
respectivos currículum vitae a sendas operaciones de tuneado que los
presentaban como médico al uno y como licenciada en Derecho y Ciencias
Políticas a la otra. Era mentira, pero a medias. Ambos han cursado estudios en
estas titulaciones, aunque no se sabe cuántos porque en este particular el
lenguaje tiende a la imprecisión. «Haber cursado estudios» vale por igual para quien
se bate con una sola asignatura rebelde y para el que abandona en primero más
atraído por la trepidante vida universitaria nocturna que por las aulas y las
bibliotecas.
Tal vez no importe demasiado, pero uno agradecería tener
representantes menos imaginativos y mejor avenidos con la realidad. «No son las
mentiras francas, sino las refinadas falsedades las que entorpecen la expresión
de la verdad», avisaba Lichtenberg. La pseudología fantástica actúa de esa
manera, acumulando refinadas falsedades que poco a poco van cambiando la
apariencia del impostor hasta que él mismo acaba creyendo ser el personaje que
ha construido. Lo prodigioso es que Burgos y Valenciano no solo han conseguido
mantener su ficción durante más de diez años sin que nadie, ni en el Congreso
ni en el Parlamento Europeo, reparara en el detalle, sino que a lomos del
embuste han medrado hasta alcanzar la cumbre de su carrera pública. Y más
admirable aún es que en todo este tiempo no hubieran dedicado algún rato a
hincar codos, aunque solo fuera por reconciliarse con sus respectivas máscaras.
Al destaparse el asunto hemos perdido un médico y una letrada, pero quizá hayamos
ganado dos seres humanos que, como todos nosotros, también han vivido por
encima de sus posibilidades. Ellos sí que han sido unos sobretitulados.
Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 17 de febrero de 2012
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