Llevamos
diez años sin Cela y parecen un siglo, de la larga distancia que lectores,
críticos y profesores han puesto por medio como en un arrepentimiento colectivo
después de haber dado tanto bombo a la persona y a la obra. Lo ha dicho su
hijo, entre la resignación y la queja reivindicativa: a Cela ya no se le lee ni
en el bachillerato. Bueno, tampoco los estudiantes leen a Cervantes, ni a
Galdós, ni a Machado y nadie se rasga las vestiduras, es lo que hay. Quizá Cela
ya ha pasado a ocupar un nicho en la galería de los clásicos, cosa que en
España supone más una condena que un premio. Pero no: si se le ha olvidado tan
pronto es porque en vida ejerció demasiado de personaje, con esa máscara
excesiva de los histriones que tarde o temprano acaban provocando el empacho
del público. Hubo un Cela friqui, voluntariamente monstruoso y deforme, que no
contento con alcanzar la merecida gloria literaria reclamaba al mismo tiempo la
popularidad mediática. Entre líneas de la historia de la Literatura hay
depositada mucha vanidad. En sus tiempos jóvenes, Cela hacía entrevistas a
genios del arte y de las letras y llegaba a la cita con una botella de buen
vino bajo el brazo. Cuando los entrevistados se disponían a recoger el detalle,
él les pedía que le firmasen la etiqueta y se daba media vuelta dejándolos con
un palmo de narices. Pero este mismo trepador codicioso era capaz de pasar doce
horas diarias sin levantarse de la silla de escribir, en parte alentado por el
horizonte de un Nobel que a fuerza de insistir acabaría consiguiendo, en parte
empujado por el amor idealista a las palabras, por la fiebre del escritor de
raza, por la necesidad de ir poniendo una letra detrás de otra y hacer de eso
un estilo de vida. Buena parte de las enemistades amasadas por el Cela de feria
recayeron injustamente en el Cela escritor, que podía ser cualquier cosa menos
un saltimbanqui. Hay en su ejecutoria, desde luego, más de una mancha: por
ejemplo, el bodrio de la Venezuela postiza encerrada en La catira, que
escribió por encargo del dictador Pérez Jiménez. En cambio La colmena es un
extraordinario friso de la España de postguerra. Y La familia de Pascual
Duarte, una lúcida fábula sobre la barbarie humana y sobre el absurdo último
de la existencia. Esas dos novelas por sí solas lo colocan sin discusión en la
vanguardia de un época. No se quedan atrás piezas como Mazurca para dos muertos o San Camilo 1936, testimonios de una constante inquietud experimental. Mientras
el personaje bufo se repetía a sí mismo a base de boutades más bien
estomagantes y zafias, el escritor se reinventaba a cada nuevo libro, espoleado
por el azogue de la curiosidad creadora, reacio a acomodarse en un solo
registro. Después de un decenio de purga no estaría mal volver al encuentro de
Cela en cualquiera de sus grandes obras, liberado ya del fardo de sus debilidades
humanas.
Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento, 20 enero 2012
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