martes, 17 de enero de 2012

En lo ancho del embudo


«La exageración y la mentira 
son gente honesta» 
(Joseph de Maistre)



Viendo a los políticos y afines que han acabado en el banquillo de los acusados uno se pregunta si verdaderamente son conscientes de sus actos y de las consecuencias de los mismos. Todo invita a sospechar que muchos han acabado creyéndose sus propias versiones, que se han construido un personaje digno y noble distante del bribón que el resto de mortales vemos retratado en ellos. Para sus adentros todo tiene justificación, y aún más: si están frente al juez es por efecto de la suerte adversa, porque han sido traicionados por las malas compañías o porque el mundo, tan injusto, les ha vuelto la espalda y conspira contra su honor.

Aunque no es hora de hacer psicología, sino de dejar que hablen los tribunales, conviene recordar que en todas las personas actúan unos mecanismos cognitivos muy comunes tendentes a fortalecer la imagen propia. El deseo de parecer mejores  los demás y la necesidad de cultivar la autoestima hacen que a menudo nos neguemos a reconocer nuestros errores o que, en vez de aprender de ellos, los atribuyamos a causas externas que escapan a nuestro control. Tal vez tuviera algo de razón Pessoa cuando afirmaba que fingir es conocerse. Nadie está libre de caer en alguna de esas pequeñas o grandes imposturas que tan a menudo hacen más llevadera una existencia poco presentable. Es lo que los especialistas llaman «trampa de la autocomplacencia» («self-serving bias», en inglés), un impulso que lleva al sujeto a resaltar sus cualidades y a negarse a admitir sus defectos.

Hay algo de narcisismo en esta percepción coloreada de la propia imagen, pero en su diseño influye más el instinto de supervivencia y de adaptación. Entre verse tal y como uno es, arriesgándose a obtener una baja nota, y llevar la cabeza alta contra viento y marea aunque las evaluaciones de los otros nos sitúen muy por debajo de lo que creemos ser, la opción impostora siempre resulta más saludable que la realista en la medida que protege al ego frente a los desagradables efectos de la verdad y las devastadoras consecuencias del fracaso. 

La mentalidad moderna privilegia el concepto de uno mismo por encima del sentido de la integridad. Mientras que no tenemos la certeza de que ser íntegros conduzca a ser felices, sí sabemos que una actitud optimista y benévola hacia nosotros mismos nos hace más candidatos al bienestar.  Nada se consigue flagelándose a cada tropiezo. La culpa es uno de los peores enemigos del bienestar interior. El problema está en que a fuerza de paños calientes puestos sobre nuestras dolencias podemos acabar deformando nuestra percepción de tal modo que quedemos condenados a repetir los errores a perpetuidad. Lo malo de las mentiras es que uno acaba creyéndoselas justo cuando los demás han descubierto el embuste; y allá donde el embustero cree haberse procurado el refugio de una imagen robusta que lo resguarda frente a todo peligro, los otros ya no ven más que una frágil y patética máscara. Ya advertía Kant que la apariencia requiere «arte y finura»; en cambio a la verdad le bastan «calma y sencillez».

«Antes se pilla al mentiroso que al cojo», avisa también la sabiduría popular, no se sabe si pensando en el triunfo de una justicia que tarde o temprano pone a cada uno en su lugar o si, moralejas aparte, limitándose a señalar el corto recorrido del embuste. Sin embargo tendemos a alargar muchas mentiras incluso cuando ya han quedado desactivadas a los ojos ajenos y no hay quien se las crea salvo nosotros mismos. A la inmensa fuerza psicológica del autoengaño se añade la resistencia a abandonar las lentes deformadoras con las que nos hemos acostumbrado a interpretar aquello que nos concierne.

Por regla general, uno se juzga a sí mismo con mucha más indulgencia que la que pone con los demás. Conforme a la ley del embudo («lo ancho para mí, lo estrecho para ti»), cuando se trata de evaluar las acciones negativas propias nos abastecemos de atenuantes, pretextos, excusas y coartadas que en cambio escatimamos si lo juzgado es una acción ajena. El sesgo de la autocomplacencia lleva a considerar los errores del otro como el resultado de sus defectos y sus vicios; los propios, sin embargo, son circunstanciales y no dicen nada de nuestra condición. El otro «es» malo, torpe, feo o inmoral. Nosotros somos buenos, diestros, guapos y rectos, y si hemos cometido un desliz ha sido por la conjunción de circunstancias adversas que no deben empañar nuestro buen nombre. Y con los éxitos ocurre justamente al revés: los ajenos son casuales o fruto del azar; los nuestros derivan del mérito, la capacidad y la virtud. Qué se le va a hacer. Quizás estamos condenados a la miopía autoexculpatoria, pero también es muy probable que sin esta incorregible propensión a fantasear sobre nosotros mismos estaríamos abocados a la desdicha.

Publicado en El Correo el 15 de enero de 2012.




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