«La exageración y la mentira
son gente honesta»
(Joseph de Maistre)
Viendo a los políticos y afines que han acabado en el banquillo de los acusados uno se pregunta si verdaderamente son conscientes de sus actos y de las consecuencias de los mismos. Todo invita a sospechar que muchos han acabado creyéndose sus propias versiones, que se han construido un personaje digno y noble distante del bribón que el resto de mortales vemos retratado en ellos. Para sus adentros todo tiene justificación, y aún más: si están frente al juez es por efecto de la suerte adversa, porque han sido traicionados por las malas compañías o porque el mundo, tan injusto, les ha vuelto la espalda y conspira contra su honor.
Aunque
no es hora de hacer psicología, sino de dejar que hablen los tribunales, conviene
recordar que en todas las personas actúan unos mecanismos cognitivos muy
comunes tendentes a fortalecer la imagen propia. El deseo de parecer
mejores los demás y la necesidad de cultivar
la autoestima hacen que a menudo nos neguemos a reconocer nuestros errores o
que, en vez de aprender de ellos, los atribuyamos a causas externas que escapan
a nuestro control. Tal vez tuviera algo de razón Pessoa cuando afirmaba que
fingir es conocerse. Nadie está libre de caer en alguna de esas pequeñas o grandes
imposturas que tan a menudo hacen más llevadera una existencia poco
presentable. Es lo que los especialistas llaman «trampa de la autocomplacencia»
(«self-serving bias», en inglés), un impulso que lleva al sujeto a resaltar sus
cualidades y a negarse a admitir sus defectos.
Hay
algo de narcisismo en esta percepción coloreada de la propia imagen, pero en su
diseño influye más el instinto de supervivencia y de adaptación. Entre verse
tal y como uno es, arriesgándose a obtener una baja nota, y llevar la cabeza
alta contra viento y marea aunque las evaluaciones de los otros nos sitúen muy
por debajo de lo que creemos ser, la opción impostora siempre resulta más
saludable que la realista en la medida que protege al ego frente a los
desagradables efectos de la verdad y las devastadoras consecuencias del
fracaso.
La
mentalidad moderna privilegia el concepto de uno mismo por encima del sentido
de la integridad. Mientras que no tenemos la certeza de que ser íntegros
conduzca a ser felices, sí sabemos que una actitud optimista y benévola hacia
nosotros mismos nos hace más candidatos al bienestar. Nada se consigue flagelándose a cada tropiezo.
La culpa es uno de los peores enemigos del bienestar interior. El problema está
en que a fuerza de paños calientes puestos sobre nuestras dolencias podemos
acabar deformando nuestra percepción de tal modo que quedemos condenados a
repetir los errores a perpetuidad. Lo malo de las mentiras es que uno acaba
creyéndoselas justo cuando los demás han descubierto el embuste; y allá donde
el embustero cree haberse procurado el refugio de una imagen robusta que lo
resguarda frente a todo peligro, los otros ya no ven más que una frágil y
patética máscara. Ya advertía Kant que la apariencia requiere «arte y finura»;
en cambio a la verdad le bastan «calma y sencillez».
«Antes
se pilla al mentiroso que al cojo», avisa también la sabiduría popular, no se
sabe si pensando en el triunfo de una justicia que tarde o temprano pone a cada
uno en su lugar o si, moralejas aparte, limitándose a señalar el corto
recorrido del embuste. Sin embargo tendemos a alargar muchas mentiras incluso
cuando ya han quedado desactivadas a los ojos ajenos y no hay quien se las crea
salvo nosotros mismos. A la inmensa fuerza psicológica del autoengaño se añade
la resistencia a abandonar las lentes deformadoras con las que nos hemos
acostumbrado a interpretar aquello que nos concierne.
Por
regla general, uno se juzga a sí mismo con mucha más indulgencia que la que
pone con los demás. Conforme a la ley del embudo («lo ancho para mí, lo
estrecho para ti»), cuando se trata de evaluar las acciones negativas propias
nos abastecemos de atenuantes, pretextos, excusas y coartadas que en cambio
escatimamos si lo juzgado es una acción ajena. El sesgo de la autocomplacencia
lleva a considerar los errores del otro como el resultado de sus defectos y sus
vicios; los propios, sin embargo, son circunstanciales y no dicen nada de
nuestra condición. El otro «es» malo, torpe, feo o inmoral. Nosotros somos
buenos, diestros, guapos y rectos, y si hemos cometido un desliz ha sido por la
conjunción de circunstancias adversas que no deben empañar nuestro buen nombre.
Y con los éxitos ocurre justamente al revés: los ajenos son casuales o fruto
del azar; los nuestros derivan del mérito, la capacidad y la virtud. Qué se le
va a hacer. Quizás estamos condenados a la miopía autoexculpatoria, pero
también es muy probable que sin esta incorregible propensión a fantasear sobre
nosotros mismos estaríamos abocados a la desdicha.
Publicado en El Correo el 15 de enero de 2012.
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