«Hacer preguntas es prueba de que se piensa»
(Rabindranath Tagore)
Vivimos
en una sociedad de la opinión donde no solo nos precipitamos a emitir juicios
acerca de cosas que ignoramos, sino que incluso opinamos sobre fenómenos que no
admiten opiniones. Se diría que para estar a la altura de las exigencias que
impone nuestro tiempo tenemos que esconder a toda costa las dudas, los titubeos
y las vacilaciones, y mostrarnos cargados de certezas. El hombre moderno ha
desarrollado unos automatismos que le llevan a producir respuestas antes que a
formularse preguntas. Poco importa que esas respuestas sean de mala calidad,
bien porque provienen de prejuicios no revisados, bien porque se asientan en la
ignorancia. El caso es mostrarse seguros, firmes, decididos. Son reveladoras
esas encuestas televisivas en las que al transeúnte se le coloca un micrófono
en la cara para que opine acerca de una medida del gobierno o un estreno
cinematográfico: esté o no al corriente del caso, no hay encuestado que no
tenga algo que decir. ¿Excesos de la democratización del saber? ¿Emulación del
modelo de tertuliano todólogo que tan pronto pontifica sobre temas laborales
como sienta cátedra en materia de ecología o neurociencia?
Contra
la precipitación del juicio enunciativo se erige la cautela de la actitud
interrogativa. Frente a la arrogancia de las respuestas prontas, la modestia de
las preguntas morosas. Cuando nos apresuramos a tomar postura en un asunto sin
plantearnos antes si disponemos de la información suficiente y sin dar tiempo
al análisis y a la formación de un juicio razonado, lo que hacemos realmente es
apostar por el error. Sin embargo es un estilo de pensamiento generalizado,
producto tal vez de la tendencia humana a arroparse en esquemas que den
seguridad en un panorama cada vez más incierto. Estos esquemas suelen adoptar
la forma de prejuicios, costumbres, rutinas y creencias arraigadas, que
preferimos no cuestionar aunque nos hagan más estúpidos. El que pregunta se
arriesga. El que busca información corre el peligro de encontrarla y descubrir
que no es de su gusto, o que echa por tierra sus ideas preconcebidas, o que le
obliga a desandar el camino.
Nunca
sabremos qué nos conviene más: si actuar con curiosidad o hacernos los
distraídos, si descubrir nuevos paisajes o acomodarnos a lo conocido. Ambas son
actitudes adaptativas, si bien la primera se emparenta con la conducta
exploratoria del animal que reconoce el medio para desenvolverse mejor en él,
mientras que la segunda busca el calor de la guarida para no enfrentarse a los
desafíos de la intemperie. El que interroga opta por la aventura y lo incierto.
Quiere descubrir más, pero es consciente de que al guiarse por el «sapere
aude» del clásico está asumiendo el riesgo de una respuesta dolorosa.
No
deja de ser paradójico que, a medida que crece la complejidad del mundo, más
acentuada esté la tendencia conservadora a no inquirir en sus enigmas. La
ciencia avanza, es cierto, pero lo hace merced al empuje de una reducida
franja de la población poco representativa de la tendencia general a taparse los
ojos o a mirar en otra dirección. Da la impresión de que gran parte de la
humanidad ha entrado en un estado acomodaticio, de apatía resignada, que huye
de las preguntas inquietantes por miedo a perder lo que quede de su precario
equilibrio. Un miedo que se convierte en cobardía cuando lo que se teme es
también perturbar al interrogado: tal como sentenció Jostein Gaarder en El
mundo de Sofía, «una sola pregunta puede ser más explosiva que mil
respuestas». Preguntar es invadir, desafiar, provocar. Nos hemos
vuelto seres suspicaces que tomamos las preguntas del otro como ofensas que o
bien se entrometen en nuestros dominios, llámense intimidad, llámense
cosmovisión, ideología o creencias arraigadas.
A
menudo el impulso de preguntar se ve frenado de golpe por la sospecha de que el
inquirido tomará a mal nuestro interés. A la pregunta «¿qué tal estás?»
ofrecida por un amigo que solo pretende mostrarse atento y ponerse a
disposición del destinatario siempre hay quien responde un airado «pues
anda que tú». No cabe duda de que hay preguntas impertinentes,
pero sorprende que estemos perdiendo la facultad de aprovechar el enorme
potencial afectivo de los signos de interrogación. En el terreno de las
relaciones personales, el que pregunta se entrega al otro, le ofrece su
disposición receptiva a escuchar, le consagra un espacio para el encuentro y la
comunicación, le transmite el mensaje de que lo tiene en cuenta y lo considera
importante. Así como es higiénico interrogarse a menudo acerca del porqué de
nuestros comportamientos y es de sabios mantener una postura constante de
curiosidad indagatoria ante la realidad, con las preguntas brindadas a quienes
nos rodean les otorgamos una forma de reconocimiento superior al halago: les
decimos que nos interesan, que no es poco. Una razón definitiva para volver a
convertirnos en impertinentes niños preguntones.
Publicado en El Correo el 22 de enero de 2012
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