Pertenezco
a la generación que más útiles de escritura diferentes ha empleado a lo largo
de su vida en toda la historia de la Humanidad. Desde aquellas rudimentarias
pizarras de roca negra con las que de pequeños practicábamos las primeras
letras hasta los ordenadores ultraligeros de ahora hay un largo peregrinaje por
instrumentos diversos que han ido desplazándose los unos a los otros de manera
vertiginosa. No bien aprendimos a llevar el plumín del tintero al papel sin
derramar una gota de tinta ya sacábamos punta al lápiz de cedro con mina de grafito
como se hacía dos siglos atrás. Pronto vendrían los modernos bolígrafos Bic de
capuchón azul, luego los de punta fina, y de las estilográficas con depósito de
goma pasamos a las de émbolo antes de descubrir el invento del rotulador. Uno
se hacía la ilusión de que cada uno de estos cambios tecnológicos representaba
un estadio evolutivo de orden cultural. El examen de ingreso en el instituto
venía asociado con el lapicero. La reválida de cuarto, con el bolígrafo de
muelle. La licenciatura universitaria, con la pluma Montblanc. Para entonces
una moderna Olivetti portátil ya había arrinconado a la vieja y pesada Remington
negra, pero no tardarían en llegar las otras máquinas de escribir eléctricas
que jubilarían a todas las anteriores. Algunos escritores se apearon en una
estación determinada de este fascinante trayecto y ahora se declaran
irreductiblemente leales a la caligrafía manual o al ruido de los tipos
golpeando sobre el rodillo, pero son los menos. La mayoría acabó ingresando en
la era de las computadoras por medio de los primitivos Amstrad para acceder más
tarde a los pecés y los mac de sucesivas hornadas cada vez con mayores
prestaciones, igual que cualquier jovencito venido al mundo en la época
digital. En la cima de su creatividad, Góngora escribió las Soledades usando una pluma de ave
idéntica a aquella otra con la que siendo párvulo había aprendido a copiar la
cartilla. Un contable de los tiempos galdosianos llegaba a retirarse sin dejar
de haber hecho exactamente los mismos movimientos de mano durante cuarenta
años. En cambio para cualquier profesional de las letras de hoy escribir es un
continuo reciclaje. Sin embargo algo está pasando con el último grito en gadgets electrónicos. Miren esas
tabletas que hacen furor tanto entre adictos a los juegos virtuales como entre
profesores universitarios. Observen su tamaño, su forma y su configuración
exterior. Se diría que los ingenieros han tratado de imitar el aspecto de las
primitivas pizarras que llevábamos a la escuela. Es verdad que no hay punto de
comparación entre el infinito universo que se abre tras una pantalla y el
limitado alcance de unas simples letras garabateadas con un pizarrín. Pero ¿y
si al final del largo viaje no hubiera sido tanto el trayecto recorrido y sin
darnos cuenta hubiéramos vuelto a la estación de partida?
Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 13 de enero de 2012.
Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 13 de enero de 2012.
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