domingo, 15 de enero de 2012

La pizarra



Pertenezco a la generación que más útiles de escritura diferentes ha empleado a lo largo de su vida en toda la historia de la Humanidad. Desde aquellas rudimentarias pizarras de roca negra con las que de pequeños practicábamos las primeras letras hasta los ordenadores ultraligeros de ahora hay un largo peregrinaje por instrumentos diversos que han ido desplazándose los unos a los otros de manera vertiginosa. No bien aprendimos a llevar el plumín del tintero al papel sin derramar una gota de tinta ya sacábamos punta al lápiz de cedro con mina de grafito como se hacía dos siglos atrás. Pronto vendrían los modernos bolígrafos Bic de capuchón azul, luego los de punta fina, y de las estilográficas con depósito de goma pasamos a las de émbolo antes de descubrir el invento del rotulador. Uno se hacía la ilusión de que cada uno de estos cambios tecnológicos representaba un estadio evolutivo de orden cultural. El examen de ingreso en el instituto venía asociado con el lapicero. La reválida de cuarto, con el bolígrafo de muelle. La licenciatura universitaria, con la pluma Montblanc. Para entonces una moderna Olivetti portátil ya había arrinconado a la vieja y pesada Remington negra, pero no tardarían en llegar las otras máquinas de escribir eléctricas que jubilarían a todas las anteriores. Algunos escritores se apearon en una estación determinada de este fascinante trayecto y ahora se declaran irreductiblemente leales a la caligrafía manual o al ruido de los tipos golpeando sobre el rodillo, pero son los menos. La mayoría acabó ingresando en la era de las computadoras por medio de los primitivos Amstrad para acceder más tarde a los pecés y los mac de sucesivas hornadas cada vez con mayores prestaciones, igual que cualquier jovencito venido al mundo en la época digital. En la cima de su creatividad, Góngora escribió las Soledades usando una pluma de ave idéntica a aquella otra con la que siendo párvulo había aprendido a copiar la cartilla. Un contable de los tiempos galdosianos llegaba a retirarse sin dejar de haber hecho exactamente los mismos movimientos de mano durante cuarenta años. En cambio para cualquier profesional de las letras de hoy escribir es un continuo reciclaje. Sin embargo algo está pasando con el último grito en gadgets electrónicos. Miren esas tabletas que hacen furor tanto entre adictos a los juegos virtuales como entre profesores universitarios. Observen su tamaño, su forma y su configuración exterior. Se diría que los ingenieros han tratado de imitar el aspecto de las primitivas pizarras que llevábamos a la escuela. Es verdad que no hay punto de comparación entre el infinito universo que se abre tras una pantalla y el limitado alcance de unas simples letras garabateadas con un pizarrín. Pero ¿y si al final del largo viaje no hubiera sido tanto el trayecto recorrido y sin darnos cuenta hubiéramos vuelto a la estación de partida? 




Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 13 de enero de 2012. 



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