No
hay mayor desolación para el homo consumens que la producida por esos
escaparates de enero donde la prenda por la que días atrás uno había pagado un determinado
precio se vende a la mitad o a la tercera parte. Es humillante. Le hace
sentirse estafado, pero a la vez culpable por no haber sabido esperar y algo
estúpido por no haber tenido en cuenta los caprichosos vaivenes del mercado.
Pese a la experiencia vivida de esta época donde lo único cierto que percibimos
es la volatilidad del concepto de valor, es como si no hubiésemos aprendido
nada de la calamidad especuladora y nos mantuviéramos anclados en economías
domésticas de la vieja escuela. De ahí el gozo de los que en rebajas viven la
situación opuesta, beneficiados por poder acceder a un bien superior a mitad de
precio merced a la liberalidad de los vendedores.
Un
economista diría que la doble etiqueta no pasa de ser un anzuelo, y que la
cifra marcada con un aspa solo actúa de reclamo para bobos. Es decir, que no
existen las gangas porque el precio real de los productos es el de cada momento
y no el que tuvieron en el pasado. Pero las rebajas cumplen una función social
por encima de su mayor o menor repercusión en los bolsillos: sirven para elevar
la moral de unos y bajar la de otros. Son el testimonio más cercano de la
arbitrariedad de las leyes mercantiles que nos gobiernan. Tal vez por eso las
rebajas no se limitan a las tiendas y a los objetos de consumo. El espíritu del
saldo se extiende a otras realidades que parecen igual de afectadas por la
fatiga en la cuesta de enero. Piénsese en la Justicia, por ejemplo, convertida
en un regateo sobre facturas de trajes que ha dejado a unos con un palmo de
narices y a otros que no caben en sí de gozo. O en el fútbol, siempre tan
sobrevalorado y sin embargo ahora reducido al miniaturismo del pisotón de un
defensa sobre un delantero rival. Mientras en literatura la discusión está
centrada en la foto de una escritora menor descubierta en paños ídem, en cine todo
apunta a la frivolidad anual de los óscares y los goyas. Tan manifiesta se
revela la victoria de lo anecdótico y banal sobre lo esencial que, más que
estar en campaña de rebajas, se diría que hemos entrado en pleno periodo de
liquidaciones.
En
enero el frío arrecia y la intemperie es dura. Para soportar la inclemencia del
invierno tal vez hace falta encogerse en posición fetal, buscar el abrigo de lo
simple, encerrarse en los reduccionismos manejables. Nos lanzamos a interpretar
el mundo con la pasión mezquina de esos compradores que el primer día de oportunidades
entran en los grandes almacenes como elefantes en cacharrería, dando codazos a
diestro y siniestro y luego exhibiendo ufanos la prenda ansiada, ese trofeo ínfimo
que justifica todos los medios. Que da sentido a todo. Y que dispensa de usar
la cabeza para distinguir entre el género valioso y la morralla de
ocasión.
Publicado en El Correo el 27 de enero de 2012.
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