«Lo diferido, medio perdido» (Corneille)
La
práctica de convertir la existencia propia en obra de arte —escribe Bauman—
equivale en nuestro moderno mundo líquido a vivir «en un estado de
transformación permanente», a redefinirse perpetuamente a uno mismo mediante el
proceso de llegar a ser otro personaje distinto del que ha sido hasta ahora. Pero
siempre ha ocurrido así, al menos en esos rituales de primeros de año tan cargados
de píos deseos y buenas intenciones de cambio. La diferencia entre lo de antes
y lo de ahora reside en la creciente proporción de planes incumplidos. Con el
tiempo nos hemos vuelto más volubles e inestables al igual que pasa con
nuestras promesas de ponernos en forma o de reanudar los estudios abandonados.
Entre
el personaje que somos y el que planeamos ser en lo sucesivo hay un tercero que
sobreactúa en el gesto de compromiso para poco después regresar avergonzado al
estado anterior. Muy probablemente tardará apenas unas semanas, acaso días, en
abandonar los libros en el cajón aunque seguirá pagando las cuotas mensuales
del gimnasio que no visita; no hacerlo sería admitir la derrota sufrida a manos
de su peor enemigo: la propia flaqueza. Es humano. Ahora bien, si conocemos lo
frágil de nuestros actos de contrición, ¿por qué razón seguimos porfiando en realizarlos?
Parece
comprobado que, más que una cuestión de voluntad, hay en este punto una
relación mental viciada con las emociones y con el tiempo. A nuestros ojos el
mañana está lleno de posibilidades ilimitadas, mientras que en el presente todo
son dificultades y solo se nos interponen obstáculos para llevar nuestras
decisiones a buen puerto. Imaginamos el futuro como una página en blanco donde
basta con anotar las cosas que hacer para que cada cometido encuentre su sitio
ordenada, holgada y armoniosamente. En esa ilusoria composición aparecemos como
dioses poderosos, dueños de nosotros mismos, tan libres de inconvenientes
externos como de limitaciones interiores. De ahí la denostada tendencia a
«dejar para mañana lo que (no) podemos hacer hoy». Las condiciones para actuar
resueltamente en el porvenir son mucho más favorables porque entre ellas no
figura ninguna de las infinitas excusas en que nos cobijamos para no emprender
la acción en el presente.
Los
psicólogos hablan de la «falacia de la planificación», según la cual al
situarnos en el futuro tendemos a subestimar el riesgo de imprevistos (entre
ellos nuestras propias debilidades) y calculamos que todo será mucho más fácil de
lo que es ahora. Si hasta el día de hoy no hemos dejado el tabaco es por el
exceso de preocupaciones, la falta de tranquilidad, el estrés, los hábitos poco
saludables de una vida atareada. En cambio mañana, nos decimos, ninguno de
estos factores será un impedimento para abandonar el pitillo de una vez por
todas. El nuevo año (como cualquier otro principio de ciclo, sea el lunes a
primera hora, sea la reincorporación al puesto de trabajo a la vuelta de
vacaciones) se nos antoja favorable a nuestras fantasías de cambio de piel
porque lleva consigo la promesa de que todo es posible. Frente al «obró mucho
el que nada dejó para mañana» de Gracián se alza triunfante la zumbona máxima
wildeana: «Nunca dejo para mañana lo que posiblemente pueda hacer pasado
mañana».
El
problema surge cuando el mañana deja de serlo y se convierte en el hoy. Y
entonces la trampa mental de la postergación nos hace la misma jugarreta. Lo
que visto anticipadamente parecía una sencilla operación de coser y cantar se
torna una titánica empresa cargada de inconvenientes. Bien, hicimos el
propósito de llamar al amigo que tenemos abandonado, pero ahora no es buen
momento dado que estamos cansados y le causaríamos una mala impresión. Es cierto
que nos comprometimos a hacer la limpieza de la casa, pero por un día más de
polvo los muebles no se van a quejar. Decididamente, nuestro yo cigarra tiende
a imponerse sobre el otro yo hormiga. Para muchos virtuosos de la postergación,
por cada meta alcanzada son innumerables las deserciones, los abandonos y las
renuncias a otros objetivos. Parece comprobado que los centros cerebrales del
placer se inclinan por el lado de la pereza, por grandes que sean las recompensas
derivadas de una decisión firme, racional y constante proyectada hacia metas
futuras, que se aloja en las áreas del pensamiento abstracto. Preferimos las
gratificaciones que están al alcance de la mano (el humo del cigarrillo) antes
que la remota conjetura de un bien lejano (evitar el cáncer de pulmón).
Límbicos
o prefrontales, inclinados por la satisfacción inmediata o capaces de apreciar
las ventajas del compromiso, el caso es que en la pugna entre los dos extremos
nos hace más conscientes de nuestra debilidad. ¿Y si la formulación de buenos
deseos fuera un impulso irremediable y al mismo tiempo vano destinado
únicamente a mantener cierto equilibrio entre el instinto y la razón?
Publicado en El Correo el 8 de enero de 2012
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