martes, 31 de enero de 2012

Lecciones del mar


Hace unos días supimos de la cobardía de un capitán de crucero que dejó junto con su nave encallada a miles de personas abandonadas a su fortuna. Un sujeto despreciable no solo por el daño causado a los pasajeros con peor suerte, sino por algo aún peor: por no haber sabido estar a la altura de nuestra mitología, la que concentra en la figura del capitán de barco todos los atributos del héroe enfrentado a la adversidad. El mar es una fuente inagotable de leyendas. El rumor del mar sigue trayéndonos, además de viejas canciones nostálgicas y ecos de inciertas aventuras, fragmentos de pedagogía que hablan de un sistema de valores tal vez en desuso pero todavía capaz de ejercer cierta fascinación sobre los vulgares mortales de secano. Todos llevamos dentro un bucanero con parche en el ojo y loro en el hombro y tal vez también con demasiadas películas en la retina que gusta de engrandecer las historias del mar y extraer de entre el oleaje lecciones de honor, coraje y dignidad. De ahí que nos hayamos ensañado sin clemencia con el tal Schettino, el antihéroe, el villano que no supo estar a la altura de su cargo ni de las circunstancias. Pero pocos días después el mar nos ha recompensado con un gesto que devuelve la confianza en el género humano. En la playa del Orzán, en La Coruña, tres policías han muerto ahogados al tratar de salvar la vida a un muchacho que se metió en el agua llevado por la euforia de un botellón playero de madrugada. La comparación es inevitable. Y tremenda, como lo son todas las tragedias donde perece alguien que ha arriesgado el pellejo por otro, gratuita, desprendidamente. Esta vez también los personajes han sido hombres de uniforme, aunque el suyo fuera mucho menos lucido que el del capitán gallina. No lucían galones dorados ni estrellas en la bocamanga, y acaso vivían ajenos a la palabrería de las grandes hazañas marinas. Pero en estos tiempos que corren de sálvese quien pueda, ver cómo unos servidores públicos anteponen el sentido del deber a la propia supervivencia no deja de ser reconfortante.

Publicado en Diario de Navarra el 28 de enero de 2012.

     


lunes, 30 de enero de 2012

Tiempo de rebajas


No hay mayor desolación para el homo consumens que la producida por esos escaparates de enero donde la prenda por la que días atrás uno había pagado un determinado precio se vende a la mitad o a la tercera parte. Es humillante. Le hace sentirse estafado, pero a la vez culpable por no haber sabido esperar y algo estúpido por no haber tenido en cuenta los caprichosos vaivenes del mercado. Pese a la experiencia vivida de esta época donde lo único cierto que percibimos es la volatilidad del concepto de valor, es como si no hubiésemos aprendido nada de la calamidad especuladora y nos mantuviéramos anclados en economías domésticas de la vieja escuela. De ahí el gozo de los que en rebajas viven la situación opuesta, beneficiados por poder acceder a un bien superior a mitad de precio merced a la liberalidad de los vendedores.

Un economista diría que la doble etiqueta no pasa de ser un anzuelo, y que la cifra marcada con un aspa solo actúa de reclamo para bobos. Es decir, que no existen las gangas porque el precio real de los productos es el de cada momento y no el que tuvieron en el pasado. Pero las rebajas cumplen una función social por encima de su mayor o menor repercusión en los bolsillos: sirven para elevar la moral de unos y bajar la de otros. Son el testimonio más cercano de la arbitrariedad de las leyes mercantiles que nos gobiernan. Tal vez por eso las rebajas no se limitan a las tiendas y a los objetos de consumo. El espíritu del saldo se extiende a otras realidades que parecen igual de afectadas por la fatiga en la cuesta de enero. Piénsese en la Justicia, por ejemplo, convertida en un regateo sobre facturas de trajes que ha dejado a unos con un palmo de narices y a otros que no caben en sí de gozo. O en el fútbol, siempre tan sobrevalorado y sin embargo ahora reducido al miniaturismo del pisotón de un defensa sobre un delantero rival. Mientras en literatura la discusión está centrada en la foto de una escritora menor descubierta en paños ídem, en cine todo apunta a la frivolidad anual de los óscares y los goyas. Tan manifiesta se revela la victoria de lo anecdótico y banal sobre lo esencial que, más que estar en campaña de rebajas, se diría que hemos entrado en pleno periodo de liquidaciones.

En enero el frío arrecia y la intemperie es dura. Para soportar la inclemencia del invierno tal vez hace falta encogerse en posición fetal, buscar el abrigo de lo simple, encerrarse en los reduccionismos manejables. Nos lanzamos a interpretar el mundo con la pasión mezquina de esos compradores que el primer día de oportunidades entran en los grandes almacenes como elefantes en cacharrería, dando codazos a diestro y siniestro y luego exhibiendo ufanos la prenda ansiada, ese trofeo ínfimo que justifica todos los medios. Que da sentido a todo. Y que dispensa de usar la cabeza para distinguir entre el género valioso y la morralla de ocasión. 

Publicado en El Correo el 27 de enero de 2012.






miércoles, 25 de enero de 2012

Preguntas pertinentes


«Hacer preguntas es prueba de que se piensa» 
(Rabindranath Tagore)

Vivimos en una sociedad de la opinión donde no solo nos precipitamos a emitir juicios acerca de cosas que ignoramos, sino que incluso opinamos sobre fenómenos que no admiten opiniones. Se diría que para estar a la altura de las exigencias que impone nuestro tiempo tenemos que esconder a toda costa las dudas, los titubeos y las vacilaciones, y mostrarnos cargados de certezas. El hombre moderno ha desarrollado unos automatismos que le llevan a producir respuestas antes que a formularse preguntas. Poco importa que esas respuestas sean de mala calidad, bien porque provienen de prejuicios no revisados, bien porque se asientan en la ignorancia. El caso es mostrarse seguros, firmes, decididos. Son reveladoras esas encuestas televisivas en las que al transeúnte se le coloca un micrófono en la cara para que opine acerca de una medida del gobierno o un estreno cinematográfico: esté o no al corriente del caso, no hay encuestado que no tenga algo que decir. ¿Excesos de la democratización del saber? ¿Emulación del modelo de tertuliano todólogo que tan pronto pontifica sobre temas laborales como sienta cátedra en materia de ecología o neurociencia?

Contra la precipitación del juicio enunciativo se erige la cautela de la actitud interrogativa. Frente a la arrogancia de las respuestas prontas, la modestia de las preguntas morosas. Cuando nos apresuramos a tomar postura en un asunto sin plantearnos antes si disponemos de la información suficiente y sin dar tiempo al análisis y a la formación de un juicio razonado, lo que hacemos realmente es apostar por el error. Sin embargo es un estilo de pensamiento generalizado, producto tal vez de la tendencia humana a arroparse en esquemas que den seguridad en un panorama cada vez más incierto. Estos esquemas suelen adoptar la forma de prejuicios, costumbres, rutinas y creencias arraigadas, que preferimos no cuestionar aunque nos hagan más estúpidos. El que pregunta se arriesga. El que busca información corre el peligro de encontrarla y descubrir que no es de su gusto, o que echa por tierra sus ideas preconcebidas, o que le obliga a desandar el camino.

Nunca sabremos qué nos conviene más: si actuar con curiosidad o hacernos los distraídos, si descubrir nuevos paisajes o acomodarnos a lo conocido. Ambas son actitudes adaptativas, si bien la primera se emparenta con la conducta exploratoria del animal que reconoce el medio para desenvolverse mejor en él, mientras que la segunda busca el calor de la guarida para no enfrentarse a los desafíos de la intemperie. El que interroga opta por la aventura y lo incierto. Quiere descubrir más, pero es consciente de que al guiarse por el «sapere aude» del clásico está asumiendo el riesgo de una respuesta dolorosa.

No deja de ser paradójico que, a medida que crece la complejidad del mundo, más acentuada esté la tendencia conservadora a no inquirir en sus enigmas. La ciencia avanza, es cierto, pero lo hace merced al empuje de una reducida franja de la población poco representativa de la tendencia general a taparse los ojos o a mirar en otra dirección. Da la impresión de que gran parte de la humanidad ha entrado en un estado acomodaticio, de apatía resignada, que huye de las preguntas inquietantes por miedo a perder lo que quede de su precario equilibrio. Un miedo que se convierte en cobardía cuando lo que se teme es también perturbar al interrogado: tal como sentenció Jostein Gaarder en El mundo de Sofía, «una sola pregunta puede ser más explosiva que mil respuestas». Preguntar es invadir, desafiar, provocar. Nos hemos vuelto seres suspicaces que tomamos las preguntas del otro como ofensas que o bien se entrometen en nuestros dominios, llámense intimidad, llámense cosmovisión, ideología o creencias arraigadas.

A menudo el impulso de preguntar se ve frenado de golpe por la sospecha de que el inquirido tomará a mal nuestro interés. A la pregunta «¿qué tal estás?» ofrecida por un amigo que solo pretende mostrarse atento y ponerse a disposición del destinatario siempre hay quien responde un airado «pues anda que tú». No cabe duda de que hay preguntas impertinentes, pero sorprende que estemos perdiendo la facultad de aprovechar el enorme potencial afectivo de los signos de interrogación. En el terreno de las relaciones personales, el que pregunta se entrega al otro, le ofrece su disposición receptiva a escuchar, le consagra un espacio para el encuentro y la comunicación, le transmite el mensaje de que lo tiene en cuenta y lo considera importante. Así como es higiénico interrogarse a menudo acerca del porqué de nuestros comportamientos y es de sabios mantener una postura constante de curiosidad indagatoria ante la realidad, con las preguntas brindadas a quienes nos rodean les otorgamos una forma de reconocimiento superior al halago: les decimos que nos interesan, que no es poco. Una razón definitiva para volver a convertirnos en impertinentes niños preguntones.

Publicado en El Correo el 22 de enero de 2012


lunes, 23 de enero de 2012

Cela 2002


Llevamos diez años sin Cela y parecen un siglo, de la larga distancia que lectores, críticos y profesores han puesto por medio como en un arrepentimiento colectivo después de haber dado tanto bombo a la persona y a la obra. Lo ha dicho su hijo, entre la resignación y la queja reivindicativa: a Cela ya no se le lee ni en el bachillerato. Bueno, tampoco los estudiantes leen a Cervantes, ni a Galdós, ni a Machado y nadie se rasga las vestiduras, es lo que hay. Quizá Cela ya ha pasado a ocupar un nicho en la galería de los clásicos, cosa que en España supone más una condena que un premio. Pero no: si se le ha olvidado tan pronto es porque en vida ejerció demasiado de personaje, con esa máscara excesiva de los histriones que tarde o temprano acaban provocando el empacho del público. Hubo un Cela friqui, voluntariamente monstruoso y deforme, que no contento con alcanzar la merecida gloria literaria reclamaba al mismo tiempo la popularidad mediática. Entre líneas de la historia de la Literatura hay depositada mucha vanidad. En sus tiempos jóvenes, Cela hacía entrevistas a genios del arte y de las letras y llegaba a la cita con una botella de buen vino bajo el brazo. Cuando los entrevistados se disponían a recoger el detalle, él les pedía que le firmasen la etiqueta y se daba media vuelta dejándolos con un palmo de narices. Pero este mismo trepador codicioso era capaz de pasar doce horas diarias sin levantarse de la silla de escribir, en parte alentado por el horizonte de un Nobel que a fuerza de insistir acabaría consiguiendo, en parte empujado por el amor idealista a las palabras, por la fiebre del escritor de raza, por la necesidad de ir poniendo una letra detrás de otra y hacer de eso un estilo de vida. Buena parte de las enemistades amasadas por el Cela de feria recayeron injustamente en el Cela escritor, que podía ser cualquier cosa menos un saltimbanqui. Hay en su ejecutoria, desde luego, más de una mancha: por ejemplo, el bodrio de la Venezuela postiza encerrada en La catira, que escribió por encargo del dictador Pérez Jiménez. En cambio La colmena es un extraordinario friso de la España de postguerra. Y La familia de Pascual Duarte, una lúcida fábula sobre la barbarie humana y sobre el absurdo último de la existencia. Esas dos novelas por sí solas lo colocan sin discusión en la vanguardia de un época. No se quedan atrás piezas como Mazurca para dos muertos o San Camilo 1936, testimonios de una constante inquietud experimental. Mientras el personaje bufo se repetía a sí mismo a base de boutades más bien estomagantes y zafias, el escritor se reinventaba a cada nuevo libro, espoleado por el azogue de la curiosidad creadora, reacio a acomodarse en un solo registro. Después de un decenio de purga no estaría mal volver al encuentro de Cela en cualquiera de sus grandes obras, liberado ya del fardo de sus debilidades humanas.



Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento, 20 enero 2012


Pantomima


La vergüenza ajena es un sentimiento raro. Vemos a alguien haciendo el ridículo y experimentamos una suerte de apuro, un malestar tan intenso que desearíamos que nos tragase la tierra. No somos nosotros quienes actuamos de forma indecorosa, pero en ese momento sentimos que algo de la conducta ajena nos incumbe. Dice la neurociencia que en situaciones así se ponen en acción los mecanismos cerebrales de la empatía, de modo que la vergüenza ajena nos hace solidarios y nos recuerda que al fin y al cabo todos vamos en el mismo barco. Sobre todo cuando quienes dan la nota son compatriotas. Quién no se ha sonrojado al enterarse de que a uno de su pueblo lo encontraron por la noche borracho y a cuatro patas a la puerta de un garito en Nueva York, o ha sufrido viendo al equipo local recibir un saco de goles en un partido televisado a medio mundo. Uno querría desmarcarse, pero no puede. Es lo que tiene el factor pertenencia, que permite beneficiarse de los éxitos de otros pero que cuando vienen mal dadas obliga a bajar la cabeza y apechugar. Tal como ha explicado Boris Cyrulnik en Morir de vergüenza, nos sometemos a un tribunal imaginario ante el cual nos consideramos tan responsables o más que los propios causantes del problema. En realidad estos se libran del mal rato porque no suelen tener conciencia de la humillación. Y no les digo nada si ya no son simples vecinos sino representantes del país. Ocurre con frecuencia. Un disparate dicho aquí, una salida de tono allá, una pantomima garrula representada más allá ante las cámaras nos dejan expuestos a la mofa pública sin comerlo ni beberlo mientras ellos creen haber triunfado ante todo el planeta. Sabemos que por culpa de su dudoso gusto y de su pintoresco sentido del orgullo local volveremos a sufrir las burlas en el próximo viaje y que en la mesa habrá chistes a nuestra costa. Y no hay una mísera oficina de reclamaciones para estos casos. Ni la legislación vigente contempla indemnizaciones por daños y perjuicios. Una injusticia. Qué cruz.

Publicado en Diario de Navarra, 21 de enero de 2012



martes, 17 de enero de 2012

En lo ancho del embudo


«La exageración y la mentira 
son gente honesta» 
(Joseph de Maistre)



Viendo a los políticos y afines que han acabado en el banquillo de los acusados uno se pregunta si verdaderamente son conscientes de sus actos y de las consecuencias de los mismos. Todo invita a sospechar que muchos han acabado creyéndose sus propias versiones, que se han construido un personaje digno y noble distante del bribón que el resto de mortales vemos retratado en ellos. Para sus adentros todo tiene justificación, y aún más: si están frente al juez es por efecto de la suerte adversa, porque han sido traicionados por las malas compañías o porque el mundo, tan injusto, les ha vuelto la espalda y conspira contra su honor.

Aunque no es hora de hacer psicología, sino de dejar que hablen los tribunales, conviene recordar que en todas las personas actúan unos mecanismos cognitivos muy comunes tendentes a fortalecer la imagen propia. El deseo de parecer mejores  los demás y la necesidad de cultivar la autoestima hacen que a menudo nos neguemos a reconocer nuestros errores o que, en vez de aprender de ellos, los atribuyamos a causas externas que escapan a nuestro control. Tal vez tuviera algo de razón Pessoa cuando afirmaba que fingir es conocerse. Nadie está libre de caer en alguna de esas pequeñas o grandes imposturas que tan a menudo hacen más llevadera una existencia poco presentable. Es lo que los especialistas llaman «trampa de la autocomplacencia» («self-serving bias», en inglés), un impulso que lleva al sujeto a resaltar sus cualidades y a negarse a admitir sus defectos.

Hay algo de narcisismo en esta percepción coloreada de la propia imagen, pero en su diseño influye más el instinto de supervivencia y de adaptación. Entre verse tal y como uno es, arriesgándose a obtener una baja nota, y llevar la cabeza alta contra viento y marea aunque las evaluaciones de los otros nos sitúen muy por debajo de lo que creemos ser, la opción impostora siempre resulta más saludable que la realista en la medida que protege al ego frente a los desagradables efectos de la verdad y las devastadoras consecuencias del fracaso. 

La mentalidad moderna privilegia el concepto de uno mismo por encima del sentido de la integridad. Mientras que no tenemos la certeza de que ser íntegros conduzca a ser felices, sí sabemos que una actitud optimista y benévola hacia nosotros mismos nos hace más candidatos al bienestar.  Nada se consigue flagelándose a cada tropiezo. La culpa es uno de los peores enemigos del bienestar interior. El problema está en que a fuerza de paños calientes puestos sobre nuestras dolencias podemos acabar deformando nuestra percepción de tal modo que quedemos condenados a repetir los errores a perpetuidad. Lo malo de las mentiras es que uno acaba creyéndoselas justo cuando los demás han descubierto el embuste; y allá donde el embustero cree haberse procurado el refugio de una imagen robusta que lo resguarda frente a todo peligro, los otros ya no ven más que una frágil y patética máscara. Ya advertía Kant que la apariencia requiere «arte y finura»; en cambio a la verdad le bastan «calma y sencillez».

«Antes se pilla al mentiroso que al cojo», avisa también la sabiduría popular, no se sabe si pensando en el triunfo de una justicia que tarde o temprano pone a cada uno en su lugar o si, moralejas aparte, limitándose a señalar el corto recorrido del embuste. Sin embargo tendemos a alargar muchas mentiras incluso cuando ya han quedado desactivadas a los ojos ajenos y no hay quien se las crea salvo nosotros mismos. A la inmensa fuerza psicológica del autoengaño se añade la resistencia a abandonar las lentes deformadoras con las que nos hemos acostumbrado a interpretar aquello que nos concierne.

Por regla general, uno se juzga a sí mismo con mucha más indulgencia que la que pone con los demás. Conforme a la ley del embudo («lo ancho para mí, lo estrecho para ti»), cuando se trata de evaluar las acciones negativas propias nos abastecemos de atenuantes, pretextos, excusas y coartadas que en cambio escatimamos si lo juzgado es una acción ajena. El sesgo de la autocomplacencia lleva a considerar los errores del otro como el resultado de sus defectos y sus vicios; los propios, sin embargo, son circunstanciales y no dicen nada de nuestra condición. El otro «es» malo, torpe, feo o inmoral. Nosotros somos buenos, diestros, guapos y rectos, y si hemos cometido un desliz ha sido por la conjunción de circunstancias adversas que no deben empañar nuestro buen nombre. Y con los éxitos ocurre justamente al revés: los ajenos son casuales o fruto del azar; los nuestros derivan del mérito, la capacidad y la virtud. Qué se le va a hacer. Quizás estamos condenados a la miopía autoexculpatoria, pero también es muy probable que sin esta incorregible propensión a fantasear sobre nosotros mismos estaríamos abocados a la desdicha.

Publicado en El Correo el 15 de enero de 2012.




domingo, 15 de enero de 2012

La pizarra



Pertenezco a la generación que más útiles de escritura diferentes ha empleado a lo largo de su vida en toda la historia de la Humanidad. Desde aquellas rudimentarias pizarras de roca negra con las que de pequeños practicábamos las primeras letras hasta los ordenadores ultraligeros de ahora hay un largo peregrinaje por instrumentos diversos que han ido desplazándose los unos a los otros de manera vertiginosa. No bien aprendimos a llevar el plumín del tintero al papel sin derramar una gota de tinta ya sacábamos punta al lápiz de cedro con mina de grafito como se hacía dos siglos atrás. Pronto vendrían los modernos bolígrafos Bic de capuchón azul, luego los de punta fina, y de las estilográficas con depósito de goma pasamos a las de émbolo antes de descubrir el invento del rotulador. Uno se hacía la ilusión de que cada uno de estos cambios tecnológicos representaba un estadio evolutivo de orden cultural. El examen de ingreso en el instituto venía asociado con el lapicero. La reválida de cuarto, con el bolígrafo de muelle. La licenciatura universitaria, con la pluma Montblanc. Para entonces una moderna Olivetti portátil ya había arrinconado a la vieja y pesada Remington negra, pero no tardarían en llegar las otras máquinas de escribir eléctricas que jubilarían a todas las anteriores. Algunos escritores se apearon en una estación determinada de este fascinante trayecto y ahora se declaran irreductiblemente leales a la caligrafía manual o al ruido de los tipos golpeando sobre el rodillo, pero son los menos. La mayoría acabó ingresando en la era de las computadoras por medio de los primitivos Amstrad para acceder más tarde a los pecés y los mac de sucesivas hornadas cada vez con mayores prestaciones, igual que cualquier jovencito venido al mundo en la época digital. En la cima de su creatividad, Góngora escribió las Soledades usando una pluma de ave idéntica a aquella otra con la que siendo párvulo había aprendido a copiar la cartilla. Un contable de los tiempos galdosianos llegaba a retirarse sin dejar de haber hecho exactamente los mismos movimientos de mano durante cuarenta años. En cambio para cualquier profesional de las letras de hoy escribir es un continuo reciclaje. Sin embargo algo está pasando con el último grito en gadgets electrónicos. Miren esas tabletas que hacen furor tanto entre adictos a los juegos virtuales como entre profesores universitarios. Observen su tamaño, su forma y su configuración exterior. Se diría que los ingenieros han tratado de imitar el aspecto de las primitivas pizarras que llevábamos a la escuela. Es verdad que no hay punto de comparación entre el infinito universo que se abre tras una pantalla y el limitado alcance de unas simples letras garabateadas con un pizarrín. Pero ¿y si al final del largo viaje no hubiera sido tanto el trayecto recorrido y sin darnos cuenta hubiéramos vuelto a la estación de partida? 




Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 13 de enero de 2012. 



Bicis y pobres



Al parecer hay motivos para el optimismo y no debemos hacer caso a profetas y agoreros alarmistas. En medio del general griterío de apocalipsis hemos oído la noticia tranquilizadora de que la Vuelta ciclista a España de esta temporada saldrá de nuestra tierra, para lo cual los poderes públicos han puesto sobre la mesa la bonita suma de un millón y pico de euros. No hace falta que calculen la de salarios, subsidios y ayudas que podrían abonarse con esa cantidad. Quédense con la idea principal: si nos alcanza para esto, sin duda es que nadamos en la abundancia. Ha querido el azar que en el mismo día coincidieran dos anuncios de signo opuesto. Uno, el inquietante, la advertencia del delegado de Cáritas al Parlamento sobre el aumento de casos de miseria que se va a producir cuando entren en vigor los nuevos criterios de adjudicación de la renta básica. No lo ha dicho un perroflauta cualquiera, sino alguien que maneja datos y evidencias concretas y con la suficiente experiencia como para tener bien tomado el pulso al asunto. El otro anuncio, el alegre y festivo, ha sido este de las bicis atravesando el corazón de la ciudad el próximo agosto gracias a las gestiones del vicepresidente primero del Gobierno. Es decir, que mientras la pobreza ya está aporreando la puerta nuestros gobernantes tiran la casa por la ventana. Será para compensar lo uno con lo otro. Pero, por muy atractivo que vaya a ser el espectáculo ciclista, sospecho que la pobre gente hambrienta y amenazada de exclusión social no se sentirá atendida por el hecho de que la inviten a agitar banderitas en las aceras al paso de la serpiente multicolor. La simetría entre sonrisas y lágrimas está bien para un musical en el Baluarte, pero no funciona igual en materia de necesidades sociales. Y tampoco el comprensible culto que aquí se rinde a la bicicleta justifica ciertos gestos de faraones de provincias. Los primeros en saberlo tendrían que ser quienes alardean de representar los valores de la izquierda dentro del Gobierno.



Publicado en Diario de Navarra, 14 de enero de 2012


martes, 10 de enero de 2012

Tiempo de buenos propósitos



«Lo diferido, medio perdido» (Corneille)

La práctica de convertir la existencia propia en obra de arte —escribe Bauman— equivale en nuestro moderno mundo líquido a vivir «en un estado de transformación permanente», a redefinirse perpetuamente a uno mismo mediante el proceso de llegar a ser otro personaje distinto del que ha sido hasta ahora. Pero siempre ha ocurrido así, al menos en esos rituales de primeros de año tan cargados de píos deseos y buenas intenciones de cambio. La diferencia entre lo de antes y lo de ahora reside en la creciente proporción de planes incumplidos. Con el tiempo nos hemos vuelto más volubles e inestables al igual que pasa con nuestras promesas de ponernos en forma o de reanudar los estudios abandonados.

Entre el personaje que somos y el que planeamos ser en lo sucesivo hay un tercero que sobreactúa en el gesto de compromiso para poco después regresar avergonzado al estado anterior. Muy probablemente tardará apenas unas semanas, acaso días, en abandonar los libros en el cajón aunque seguirá pagando las cuotas mensuales del gimnasio que no visita; no hacerlo sería admitir la derrota sufrida a manos de su peor enemigo: la propia flaqueza. Es humano. Ahora bien, si conocemos lo frágil de nuestros actos de contrición, ¿por qué razón seguimos porfiando en realizarlos?

Parece comprobado que, más que una cuestión de voluntad, hay en este punto una relación mental viciada con las emociones y con el tiempo. A nuestros ojos el mañana está lleno de posibilidades ilimitadas, mientras que en el presente todo son dificultades y solo se nos interponen obstáculos para llevar nuestras decisiones a buen puerto. Imaginamos el futuro como una página en blanco donde basta con anotar las cosas que hacer para que cada cometido encuentre su sitio ordenada, holgada y armoniosamente. En esa ilusoria composición aparecemos como dioses poderosos, dueños de nosotros mismos, tan libres de inconvenientes externos como de limitaciones interiores. De ahí la denostada tendencia a «dejar para mañana lo que (no) podemos hacer hoy». Las condiciones para actuar resueltamente en el porvenir son mucho más favorables porque entre ellas no figura ninguna de las infinitas excusas en que nos cobijamos para no emprender la acción en el presente.

Los psicólogos hablan de la «falacia de la planificación», según la cual al situarnos en el futuro tendemos a subestimar el riesgo de imprevistos (entre ellos nuestras propias debilidades) y calculamos que todo será mucho más fácil de lo que es ahora. Si hasta el día de hoy no hemos dejado el tabaco es por el exceso de preocupaciones, la falta de tranquilidad, el estrés, los hábitos poco saludables de una vida atareada. En cambio mañana, nos decimos, ninguno de estos factores será un impedimento para abandonar el pitillo de una vez por todas. El nuevo año (como cualquier otro principio de ciclo, sea el lunes a primera hora, sea la reincorporación al puesto de trabajo a la vuelta de vacaciones) se nos antoja favorable a nuestras fantasías de cambio de piel porque lleva consigo la promesa de que todo es posible. Frente al «obró mucho el que nada dejó para mañana» de Gracián se alza triunfante la zumbona máxima wildeana: «Nunca dejo para mañana lo que posiblemente pueda hacer pasado mañana».

El problema surge cuando el mañana deja de serlo y se convierte en el hoy. Y entonces la trampa mental de la postergación nos hace la misma jugarreta. Lo que visto anticipadamente parecía una sencilla operación de coser y cantar se torna una titánica empresa cargada de inconvenientes. Bien, hicimos el propósito de llamar al amigo que tenemos abandonado, pero ahora no es buen momento dado que estamos cansados y le causaríamos una mala impresión. Es cierto que nos comprometimos a hacer la limpieza de la casa, pero por un día más de polvo los muebles no se van a quejar. Decididamente, nuestro yo cigarra tiende a imponerse sobre el otro yo hormiga. Para muchos virtuosos de la postergación, por cada meta alcanzada son innumerables las deserciones, los abandonos y las renuncias a otros objetivos. Parece comprobado que los centros cerebrales del placer se inclinan por el lado de la pereza, por grandes que sean las recompensas derivadas de una decisión firme, racional y constante proyectada hacia metas futuras, que se aloja en las áreas del pensamiento abstracto. Preferimos las gratificaciones que están al alcance de la mano (el humo del cigarrillo) antes que la remota conjetura de un bien lejano (evitar el cáncer de pulmón). 

Límbicos o prefrontales, inclinados por la satisfacción inmediata o capaces de apreciar las ventajas del compromiso, el caso es que en la pugna entre los dos extremos nos hace más conscientes de nuestra debilidad. ¿Y si la formulación de buenos deseos fuera un impulso irremediable y al mismo tiempo vano destinado únicamente a mantener cierto equilibrio entre el instinto y la razón?





Picasso, La amistad (1907-1908)


Publicado en El Correo el 8 de enero de 2012




Retrato


Cuando diez o veinte años atrás una institución encargaba a un artista el retrato de su presidente, la controversia solía estar en el nombre del pintor. Ahora lo que se discute es el precio del encargo, y aún más: se pone en tela de juicio el encargo mismo. Del debate artístico hemos pasado al debate del gasto. Nuestras conversaciones ya no giran en torno a los nepotismos culturales sino que hablamos de dispendios económicos. Estos días el Parlamento de Navarra ha anunciado la ejecución del retrato de la última presidenta y eso ha encolerizado a bastante gente. Son muchas las cosas que podrían hacerse con los seis mil euros y pico a que asciende el encargo. Gastarlos a palo seco en un cuadro puede resultar insultante si se mira con los ojos de un parado a fin de mes. Pero de ahí al despilfarro hay un trecho. Todas las instituciones tienen su galería de ilustres, que no la han interrumpido ni los episodios de corrupción ni las caídas en desgracia ni los golpes de estado. Aunque conservan los resabios de una vieja vanidad cortesana ya en desuso en otros órdenes de la vida, esta clase de símbolos contribuye a su manera a sostener el edificio social. No sería justo borrar de la memoria de la cámara a una representante democrática solo porque su legislatura haya coincidido con un tiempo de vacas flacas. Como apaño de circunstancias algunos han propuesto la alternativa del fotomatón, o el regateo con el pintor para conseguir un precio de saldo, o incluso el concurso entre jóvenes artistas para adjudicarlo a quien se preste a pintar el cuadro por amor al arte. Otra vez desvalorizando la cultura, como empieza a ser costumbre. Optar por cualquiera de estas ocurrentes soluciones supondría refrendar la cada vez más extendida idea de que el trabajo del artista no vale un pimiento. Es evidente que la pobreza nos ha vuelto hipersensibles y hasta un punto histéricos, de modo que saltamos a la mínima y acabamos propinando patadas al poder en el culo de los inocentes. Y el más inocente de todos, la cultura.

Publicado en Diario de Navarra el 7 de enero de 2012


domingo, 8 de enero de 2012

Contra el saber


En los comienzos de la crisis oímos hablar mucho de Educación, así, con mayúscula. No solo se propagó por doquier la idea de que a los trabajadores se les presentaba una excelente oportunidad para adquirir mayor capacitación y formarse para empleos más cualificados, sino que los economistas exhortaron a las empresas a incrementar sus gastos en innovación asegurándoles que de esa manera saldrían reforzadas del túnel. Por un momento pareció que algo provechoso íbamos a sacar de las vacas flacas. Los nuevos axiomas acerca de las bondades del conocimiento y el aprendizaje anticipaban una especie de reconversión cultural que, si no daba la seguridad total de salir de pobres, al menos hacía de la necesidad virtud. Pero el espejismo duró poco. Un par de años después nos encontramos con recortes brutales en los presupuestos públicos destinados a la investigación, despidos de profesores interinos en la enseñanza secundaria, rebajas en las asignaciones a las universidades, fugas masivas de titulados al extranjero y, lo que viene a ser más preocupante: una extendida actitud social de rechazo, cuando no de inquina, hacia los profesionales del saber. Se pudo comprobar con motivo de las ampliaciones del horario lectivo impuestas a los docentes de varias comunidades, pero el mismo espíritu alienta muchas de las críticas contra la frustrada ley de descargas ilegales en Internet. Al docente, al creador y al científico les son negados el pan y la sal porque están vistos como sujetos improductivos. O molestos parásitos, directamente. La interesada campaña del pasado verano contra el profesorado, al que se pintó con los trazos del vago y el maleante por salir a defender la enseñanza pública, contó con la adhesión de mucho resentido que pedía poco menos que las galeras para los educadores de sus hijos. Es la vieja tradición de un país donde siempre se ha mirado mal a quienes se dignan usar de la cabeza para algo que no sea embestir o rematar a gol. El proverbial antiintelectualismo español no pertenece al pasado; con solo echar un vistazo a la parrilla televisiva de las grandes cadenas, sin excluir las públicas, queda patente la resistencia de una gran parte de nuestra sociedad a todo lo que suponga esfuerzo mental y estudio razonado. Y los poderes, encantados de sintonizar con esa corriente popular tan favorable a las diversiones y a los arrebatos emocionales como reacia a apreciar las bondades de la especulación abstracta, al pensamiento crítico y a la observación científica de la realidad. Mientras los sabios reclaman la creación de un ministerio de Ciencia para estar a la altura del tercer milenio, el gobierno suprime la cartera que más se le parecía y anuncia ahora un tijeretazo de 600 millones de euros en investigación científica y técnica. A pesar de haber transcurrido 75 años desde la muerte de Unamuno, el «Que inventen ellos» sigue tan vivo como entonces. 

Publicado en El Correo y otros periódicos de Vocento el 6 de enero de 2012