«La hermosura que se acompaña con la
honestidad es hermosura, y la que no,
no es más que un buen parecer»
(Cervantes)
Si la belleza es un bien escaso, no debería extrañar que la
gente hermosa esté mejor cotizada que la del montón, y no solo en los mercados
del arte y del espectáculo sino en todos los terrenos donde rige la
competencia. Ese es el punto de partida de El capital erótico (Debate, 2012),
el último trabajo de la socióloga británica Catherine Hakim. Sostiene la
autora, catedrática de la London School of Economics, que entre dos personas
iguales en talento y capacidades, la más bella tiene más probabilidades de éxito
laboral y económico. No es una tesis muy correcta desde el punto de vista
político, pero viene respaldada por investigaciones solventes. Para Hakim el
«capital erótico» de la persona debe estudiarse con la mismo atención con
que se analizan los otros capitales (social, intelectual y financiero)
tradicionalmente considerados claves en la lucha por el ascenso, el triunfo o
el poder.
Algunos dirán que es cosa sabida, pero que la mayoría se
niega a admitirlo por no ir contracorriente. En especial si hablamos del sexo
femenino. Perviven hoy formas soterradas del puritanismo que niegan el valor a
lo físico y corporal y se resisten a reconocer la fuerza de la sensualidad
fuera del círculo de lo íntimo, y el feminismo más integrista representa una de
ellas. Admitir el factor belleza como ‘arma de mujer’, como uno de los escasos
terrenos de juego donde a la mujer se le permite tomar ventaja sobre el hombre,
supone debilitar un discurso firmemente asentado en la eliminación de las
diferencias. Pero la realidad es como es a pesar de los tabúes, dice Hakim,
aunque hablar de belleza a la hora de analizar las relaciones de poder siga considerándose
una especie de herejía.
Pero el capital erótico, grados aparte, incumbe tanto a
hombre como a mujeres. Es algo que se posee por condición natural, pero que también
la persona puede ir acumulando y gestionando en provecho propio siempre y
cuando se reconozca su existencia. Lo reconocemos en la actriz de explosivo sex appeal, pero también en el político con gancho, en el vendedor
elegante, en la maestra de voz dulce o en la camarera risueña. Nadie es
totalmente feo. En todo ser humano «siempre hay un momento de esplendor y
transformación, un instante al menos, un relámpago de belleza», ha escrito
Jiménez Lozano. Ser atractivo depende en buena medida de lo que uno invierta en
serlo. Hay para todos los gustos, porque el capital erótico, entendido como el
potencial para fascinar a los demás, se sostiene en varios componentes que van
desde la belleza del rostro hasta la manera de vestir y desde el encanto sexual
hasta las dotes comunicativas.
La estética es la nueva ideología en una época donde las
ideologías han ido en retirada, como sentencia Terry Eagleton (La estética
como ideología). La política ha aprendido a incorporar el factor estético al
debate del poder, tanto que hoy en día es casi impensable un poderoso que no
disponga de cierto capital erótico. Los candidatos ya no se limitan a contratar
temporalmente un asesor de imagen para salir airosos en el expediente de una
campaña electoral, sino que amplían y perpetúan sus inversiones en cosmética
más allá del cortejo propio del estado de celo. Hay que ejercer la seducción
permanentemente, porque el discurso argumentativo de hoy no se sostiene
únicamente en las dotes retóricas. Desde el melifluo Obama hasta el pícaro
Berlusconi, todos los poderosos tratan de sacar el máximo partido a sus
cualidades externas. Si nadie discute la rentabilidad de invertir varios años
de la vida en estudios, titulaciones, idiomas, ¿por qué se considera
irrelevante la inversión destinada a aumentar el atractivo personal?, se
pregunta Hakim. Bien es verdad que parte de esa inversión consiste en situarse
en lo más alto. Nuestro cerebro tiende a idealizar la figura del poderoso y lo
reviste de atributos estéticos que no reconocería en ese mismo individuo si lo
viera a ras del suelo. A veces creemos que todos los grandes han acumulado un
inmenso capital erótico cuando en realidad las plusvalías se las otorga el hecho
de ocupar un lugar preferente: el poder crea ilusión de belleza. Es decir, no han
llegado a poderosos por guapos, sino que los vemos guapos porque son poderosos.
Llámese carisma, glamur, elegancia, simpatía, encanto o charme, el
factor estético resulta ya inseparable de cualquier actividad humana cuyo éxito
dependa del acierto en la relación entablada con los otros. La belleza abre
puertas, sin duda. Sería una frivolidad confiarlo todo a la mera exhibición de
la hermosura, como tal vez empieza a ocurrir en muchos ámbitos de la vida donde
las relaciones son cada vez más superficiales, livianas y provisionales. Pero
nada más erróneo que renunciar al suplemento de bienestar que aporta la belleza
desvelada sin reparos y, por qué no, aprovechada sin complejos.
Publicado en El Correo, 29 de enero de 2012